El concepto de alienación o enajenación describe a la persona rota en su esencia humana, es decir, la pérdida de la conexión con uno mismo y con los demás (Erich Fromm).
Según este concepto, el pensamiento crítico es sustituido por una racionalidad instrumental (Herbert Marcuse) y el estudiante es un depositario pasivo de información, negando su capacidad de transformar la realidad (Paulo Freire).
A nivel universitario, la alienación se manifiesta en aulas masificadas, currículos estandarizados y la falta de trabajo colaborativo. Estructura educativa en la cual los estudiantes navegan entre las materias de las carreras como si fueran líneas de ensamblaje, y entre las redes sociales, desconectados de sus pares y de su propio potencial creativo. Hannah Arendt advertiría que esto reduce la educación a «labor» (mera supervivencia económica), olvidando su dimensión de «obra» (legado cultural) y «acción» (diálogo político).
La universidad actual enfrenta la rareza de expansión de su acceso y profundización de la crisis silenciosa de alienación estudiantil. Bajo la lógica comercial, la educación se reduce a producto transaccional, donde estudiantes son «clientes» y el conocimiento, instrumento de mercado. Este modelo empobrece el aprendizaje y genera un profundo desarraigo en quienes deberían ser protagonistas de su formación.
Como docente en teoría política, exhibo unas ideas para una universidad desalienante, que para nada son utópicas. Universidades como la de Roskilde (Dinamarca) o la UNAM (México) muestran que modelos participativos revitalizan el compromiso estudiantil. La desalienación es pedagógica y política, implica formar ciudadanos capaces de cuestionar estructuras de poder y reinventar lo colectivo.
Desde la pedagogía participativa y crítica estaría bien el códiseño curricular, esto es, incluir a estudiantes en la creación de módulos temáticos, vinculando sus inquietudes a los contenidos. Ejemplo: seminarios sobre justicia climática co-dirigidos con colectivos estudiantiles.
Otra acción puede ser la formación de comunidad académica dialógica a partir de redes entre estudiantes de distintos saberes y profesores, fomentando diálogos respetuosos de la diferencia sobre dilemas científico-éticos y vocacionales. Como lo estamos haciendo en la Uleam con los “Cotorreos científicos” desde hace un año.
Ampliar los cursos obligatorios de filosofía y teoría social como parte de la interdisciplinariedad reflexiva, para contextualizar cada disciplina dentro de los sistemas políticos y ecológicos de manera más amplia. Por mencionar: un ingeniero, abogado y/o médico debe entender las implicaciones éticas de su trabajo.
Invito a colegas y estudiantes a repensar las prácticas académicas, recordando las palabras de Paulo Freire: «La educación no cambia al mundo, cambia a las personas que van a cambiar el mundo». La universidad del siglo XXI será desalienante o no será.