El país vuelve a endeudarse. Y no es novedad. Cada Gobierno que llega promete que será “responsable”, “austero” y “diferente”.
Pero cuando la caja está vacía y los compromisos aprietan, el recurso más socorrido es pedir prestado. Así, Ecuador va sumando cifras que a la mayoría se nos hacen inalcanzables, porque hablamos de millones y millones, como si fueran monedas de diez centavos.
Endeudarse no es pecado. Las familias lo hacen para comprar una casa o un carro, y mientras haya cómo pagar, se entiende. El problema es que, cuando se trata del Estado, la plata es de todos y los ciudadanos queremos ver resultados. Si el país firma préstamos internacionales, lo mínimo es que se traduzcan en obras palpables: carreteras decentes, hospitales equipados, escuelas dignas. Pero lo que suele pasar es que la deuda se evapora en gastos corrientes, nóminas interminables y programas que nadie recuerda.
La ironía es que la deuda siempre la terminamos pagando los mismos: los ciudadanos. Los que vemos cómo suben los impuestos, cómo se encarecen los trámites o cómo se recortan servicios básicos. Y mientras tanto, seguimos esquivando huecos en las calles, esperando hospitales que funcionan a medias y soportando cortes de energía no anunciados dizque por mantenimiento.
Lo justo sería que cada dólar prestado venga con etiqueta de destino y con un cronómetro de ejecución. Que si nos endeudamos, sepamos exactamente en qué se va a usar y podamos comprobarlo. Si el país se compromete a pagar, los ciudadanos tenemos derecho a exigir que esas deudas no sean solo números en un papel, sino cemento en un puente, asfalto en una carretera o camas en un hospital.
Al final, todos sabemos que el préstamo no lo van a pagar los ministros que lo negocian, ni los asambleístas que lo aplauden, ni los funcionarios que lo ejecutan. Lo pagará el ciudadano común, ese que madruga a trabajar, que ya está endeudado con el banco y que, además, debe cargar con la deuda del Estado que se traduce en más impuestos.
Endeudarse puede ser inevitable, pero lo inadmisible es que no veamos obras. Que el dinero se pierda en la burocracia es, además de irresponsable, un insulto a la gente. El país no necesita discursos sobre “confianza internacional” ni ceremonias de firma de convenios. Lo que necesita son carreteras sin huecos, hospitales bien puestos y escuelas adecuadas. Y, por supuesto, gobiernos que recuerden que cuando uno pide prestado y lo va a pagar con plata ajena, tiene que dar la cara y mostrar en qué gastó.