Cada vez que mi papá y mi tío se suben a la lancha para salir a pescar, mi abuela prende una vela y mi mamá guarda silencio.
En mi casa, como en muchas otras de las costas de Manabí, cada faena de pesca es una ruleta rusa. Uno nunca sabe si volverán con pescado… o si ya no volverán.
Ser pescador artesanal ya no es solo una lucha contra las olas o el clima, ahora también es sobrevivir en un mar con piratas modernos. Hombres armados que no pescan, pero que rondan esperando quitar motores, gasolina, celulares, y a veces hasta la vida. El mar, que antes era fuente de vida, se ha convertido en un campo minado donde el miedo navega con ellos.
Lo más preocupante es que a nadie parece importarle. ¿Dónde está la Policía? ¿Y la Marina? Se supone que deben patrullar y proteger, pero en alta mar no hay autoridad. No hay quien revise lanchas ni controle quién lleva armas. Cualquiera puede armarse y salir a robar.
La falta de control convierte al pescador artesanal en el blanco más fácil. No tienen escoltas ni barcos blindados. Van en lanchitas, con motores que cuestan más que lo que ganan en meses. Y por eso los atacan. Porque saben que están solos.
Yo no soy pescador, pero llevo la sal del mar en mi apellido. Lo tengo en la sangre. Mi familia depende del mar, y eso me duele. Porque mientras algunos solo ven cifras o noticias que se olvidan al día siguiente, nosotros vivimos con el alma encogida cada vez que un ser querido zarpa.
El Estado no puede seguir ignorando esto. Proteger a los pescadores es su obligación. Es momento de que se controle la tenencia de armas, se hagan patrullajes reales y se respete la vida de quienes alimentan al país desde el mar.