“Antes pensaba que los títulos eran pasaportes hacia el respeto” (leído en algún lado).
Ahora sé que el respeto se gana por la calidad de persona que eres, sirviendo a los demás sin servirse de ellos. Es un proceder ético, moral, sentimental, quizá quijotesco, pero tremendamente humano.
Aquello pareciera duro de cumplir, seguir o intentar hacerlo en este Ecuador, donde los corceles de los jinetes del mal están clavando constantemente sus pezuñas —unas al natural, otras con herraduras de hierro, pero también de cobre, plata y hasta de oro, pero pezuñas al fin— al cabalgar por los senderos de todo el territorio nacional, dejando huellas de dolor.
Sus pasos son demoledores e infectantes para la paz y la salud del país. Tan impactantes que las sorpresas, que se presentan en el ámbito del desconsuelo nacional, están dejando de serlo por la frecuencia con que estas ocurren. La tranquilidad cada vez es menos común por su alejamiento forzado, impulsado por los crímenes como la corrupción, que infestan casi todos los estamentos del Estado.
Las sorpresas y la confusión popular afloran en la realidad ecuatoriana. Los casos de inmoralidades no cesan de aparecer, salpicando la imagen de la administración general del país, pues vemos que surgen más funcionarios públicos corrompidos, castigando profundamente a las instituciones a las que, llamados a servirlas, han procedido a servirse de ellas de manera lesiva y deshonesta.
Sin pretender satanizar al Estado, una revisión somera del listado de la vergüenza nos muestra que no hay función que no haya sido contaminada, pues Gobierno (Ejecutivo), Asamblea (Legislativo), jueces (Judicial), Electoral y Control Social han sido afectadas por escándalos.
En varios ministerios, los casos de contrataciones amañadas han significado millones de dólares de pérdida para el país; en la judicatura son frecuentes los servidores judiciales cesados por inmoralidades. En la Asamblea surgen las acusaciones contra varios de sus integrantes por irregularidades, entre otras.
Y sin caer en la generalización de las acusaciones, las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional no están lejos de acciones reprochables de algunos de sus elementos que, aunque no la manchan, han irrespetado con su accionar particular la honorabilidad de tan gloriosas y tradicionales instituciones.
Las historias últimas de Álvarez, Jordán, Díaz, Salcedo, surgen intempestivamente. Probablemente otras, en la oscuridad, están cuidándose de que un raspón o hincada cualquiera permitan que, como pus acumulada y escondida, broten también a la luz natural. Peligrosamente, estamos entre los ingredientes de una fanesca mortal.