Vivimos en una época donde la información fluye sin cesar, pero, paradójicamente, la verdad parece más esquiva que nunca.
¿Quién dice realmente la verdad? ¿O acaso todo es una repetición de discursos prefabricados, un eco de conveniencias disfrazadas de certeza?
En un mundo donde las narrativas se construyen y destruyen según intereses políticos, económicos y sociales, la verdad se convierte en un concepto relativo. Lo que para unos es un hecho incuestionable, para otros es una manipulación. Las redes sociales, los medios de comunicación e incluso la ciencia —que alguna vez se erigió como faro de objetividad— están sujetos a sesgos, interpretaciones y, en muchos casos, a la simple conveniencia del poder.
¿Es todo mentira? No necesariamente. Pero sí es cierto que gran parte de lo que aceptamos como “verdad” no es más que una versión pulida, seleccionada y, en ocasiones, distorsionada de la realidad. Las noticias se repiten sin contrastar, las opiniones se viralizan sin fundamento y las ideologías se imponen como dogmas. Vivimos en la era de la posverdad, donde lo que importa no es la exactitud de los hechos, sino la emoción que generan.
¿Entonces, qué queda? Quizás la única verdad accesible sea la duda misma. Reconocer que todo puede ser cuestionado, que incluso lo que damos por sentado puede ser una construcción interesada. En este mar de incertidumbre, lo único real es nuestra capacidad de preguntar, de no conformarnos con lo que nos dicen, de buscar más allá del discurso dominante.
Sin embargo, perspectivas más modernas, como el posmodernismo, argumentan que la verdad está mediada por el lenguaje, el poder y la cultura. Nietzsche afirmaba que “no hay hechos, solo interpretaciones”, mientras que Foucault analizó cómo las instituciones moldean lo que consideramos “verdadero”. En política, por ejemplo, un mismo hecho puede ser tergiversado según los intereses de quien lo narra.
Quizá la respuesta no sea binaria. La verdad científica puede coexistir con verdades subjetivas (como las experiencias personales). La clave está en discernir entre hechos comprobables y opiniones, entre lo demostrable y lo relativo. En una era de desinformación, buscar la verdad exige humildad intelectual: reconocer que no siempre tenemos razón.
Al final, la verdad absoluta puede no existir, pero eso no significa que debamos rendirnos al cinismo. La búsqueda, aunque imperfecta, sigue siendo el único antídoto contra un mundo donde las conveniencias dictan lo que debemos creer.