La provisión de energía eléctrica en Manta, ciudad portuaria y eje de desarrollo turístico y comercial, debería ser, por definición, un servicio eficiente, continuo y confiable. No lo es.
La población suele soportar, en algunos sectores, variaciones de voltaje que no solo interrumpen el ritmo normal de las actividades cotidianas, sino que representan una amenaza directa para los electrodomésticos y aparatos eléctricos, adquiridos con esfuerzo y muchas veces a crédito.
Estas alteraciones y los apagones son impredecibles, lo que hace que la ciudadanía viva en una permanente incertidumbre, sin saber si al regresar a casa encontrará su refrigeradora funcionando o su televisor convertido en un objeto inútil por una descarga repentina.
Muchas personas deciden no reclamar para no tener que pasar por un proceso de pruebas, tecnicismos y, tal vez, negación de alguna indemnización. Así, el silencio se convierte en una forma de resignación: muchos prefieren callar antes que enfrentarse a un sistema que no reconoce su responsabilidad.
La ciudadanía tiene derecho a recibir un servicio eléctrico de calidad, sin sobresaltos y sin peligros colaterales, porque para eso paga con puntualidad unas tarifas que no son menores, y porque en un Estado que presume de institucionalidad, los servicios públicos deberían responder a estándares de eficiencia y responsabilidad. Si CNEL considera que sus ingresos no le alcanzan para mantener redes estables y seguras, esa carencia no puede, en modo alguno, atribuirse a los usuarios. Las fallas de administración, planificación e inversión deben ser asumidas por quienes tienen a su cargo una empresa que opera como monopolio natural, sin competencia, y con todas las ventajas de un mercado cautivo.
La energía eléctrica no es un lujo ni una concesión del poder, sino un derecho básico cuya prestación debe estar a la altura de la dignidad de las personas. En este caso, el problema no está en la demanda, sino en la ineficiencia de la oferta.