Solo uno de cada tres ecuatorianos tiene empleo pleno. Lo demás es sobrevivir con parches, en medio de una economía coja y leyes que no ayudan.
Aunque suene a paradoja, en Ecuador, trabajar no siempre significa tener trabajo de verdad. Las cifras son claras y, a la vez, alarmantes: apenas el 33 % de la población económicamente activa tiene un empleo formal y pleno. El resto está atrapado en la informalidad, el subempleo o directamente sin trabajo. No es que falten ganas, lo que sobran son trabas, impuestas por las leyes, las instituciones y las autoridades.
La economía arrastra sus propios males, pero el mercado laboral tiene dolencias crónicas que no se superan con discursos ni con buenas intenciones. El Código del Trabajo, diseñado para otro siglo, sigue siendo una camisa de fuerza, no porque proteja demasiado al trabajador, sino porque está lleno de normas que asustan a los empleadores. Contratar es complicado, despedir es peor, y adaptarse a nuevas formas de empleo es casi un pecado legal.
Y como si eso fuera poco, la inseguridad jurídica y los vaivenes políticos terminan por espantar cualquier intento serio de inversión. ¿Quién va a apostar su capital en un país donde las reglas cambian con cada crisis y cada cambio de gobierno? Hoy pagas un impuesto ajustándote a las leyes, pero resulta que las leyes recién cambiaron y la forma en que lo hiciste no está ajustada a los procedimientos. Las peleas políticas, lejos de quedar en la Asamblea, se sienten en los bolsillos de millones de personas que no logran conseguir ni conservar un empleo decente.
Lo que se necesita es una reforma laboral en serio, sin prejuicios ni consignas ideológicas. Una reforma que entienda que proteger al trabajador también significa facilitarle el acceso a un trabajo digno. Que dé espacio a contratos más flexibles, sin convertir al trabajador en una pieza desechable. Que equilibre los derechos con la realidad.
Porque mientras no haya reglas claras ni condiciones mínimas de estabilidad, seguirán floreciendo los empleos sin garantías, el ‘cachueleo’ diario y la migración como salida de quienes tienen la suerte de financiarse un viaje. Y no hay futuro posible para un país donde trabajar no significa progresar. Es momento de dejar de disfrazar la informalidad de “emprendimiento” y empezar a construir un sistema laboral más justo y funcional.
¿Será mucho pedir? Tal vez sí. Pero si no se empieza, la economía no va a arrancar y el empleo pleno seguirá siendo un privilegio raro, en lugar de un derecho común.