El 10 de agosto de 1809, Quito alzó su voz. Ese día no fue solo una revuelta contra la dominación española, sino más bien un comienzo simbólico de un proceso que transformaría toda América Latina.
Fue un grito de dignidad, un acto colectivo de valentía que allanó el camino hacia la libertad, pero no sin dolor y sacrificio. Ese día, hombres y mujeres tomaron la decisión de dejar de ser súbditos y convertirse en ciudadanos. Sin embargo, aparte de su importancia histórica, ¿qué nos dice hoy ese grito?
El mundo ha cambiado, pero todavía enfrentamos los mismos retos que en el pasado, como, por ejemplo, lograr una sociedad más justa, fomentar la participación de los ciudadanos y que el interés colectivo predomine sobre el particular en la toma de decisiones públicas. La independencia no solo significó distanciarse del pasado colonial, figuró también como la anhelada ruptura de la opresión en la búsqueda de una nación más soberana y libre. Ese anhelo, anclado en la soberanía peruana, todavía persiste, puesto que no se ha cumplido del todo. El Primer Grito de la Independencia nos recuerda que la libertad es activa, que es una conquista que se debe luchar y proteger diariamente. Cada una de las generaciones tiene sus retos libertarios y hoy no es solo negar la existencia de poderes extranjeros en el país; es casi todo lo contrario: es erradicar la pobreza, combatir la corrupción, fortalecer la educación, cuidar los recursos naturales y, lo más importante, proteger los derechos de todos y, en especial, de los más vulnerables.
Independencia es también un tipo de responsabilidad. Es aceptar que la democracia no es indistintamente un voto, sino la vigilancia, la conciencia, la participación activa y el compromiso de cada ciudadano. Es la lucha en contra de la indiferencia, la falta de acción, la injusticia y la resignación. Es la apuesta por el encuentro y el diálogo, en oposición al odio; la solidaridad, opuesto al egoísmo; la verdad, y no la manipulación. Ese grito de 1809 no se ha quedado atrapado en libros y documentos. Cada acto de civismo, cada maestro que educa con amor, cada joven que imagina un país mejor, cada ciudadano que exige a sus autoridades transparencia y cada comunidad que defiende su identidad.
Hoy, más de dos siglos después, esa herencia la honramos no solo en desfiles y discursos, sino en la acción. Porque el mejor homenaje que se le puede rendir a nuestros próceres no es el que se vuelve nostalgia, sino el compromiso: el que tenemos de ser protagonistas de un Ecuador más justo, más libre y, sobre todas las cosas, más humano. El eco de ese grito no se apague nunca. Que nos inspire, nos sacuda y nos impulse a seguir construyendo, con memoria y esperanza, la patria que ellos soñaron.