“Cuando un amigo se va se queda un árbol caído, que ya no vuelve a brotar porque el viento lo ha vencido”. (Alberto Cortez).
Con el profundo dolor que genera el pesar, en cada ocasión que perdemos un amigo su partida nos recuerda, intensamente, las enseñanzas aprendidas, juntos, en la vida. Y nos transportamos al pasado generoso, pródigo de esas experiencias que sirvieron para vigorizar más nuestras existencias, transformándolas en hermandades tan fuertes que ni las mayores diferencias pudieran debilitarlas.
Es que amistad es querer, odiar, discrepar, coincidir, envidiar y proteger, sentimientos aparentemente encontrados pero siempre convergentes en una fraternidad que, ni los ensordecedores truenos ni los cegadores destellos que la maledicencia, el odio y la antipatía generan, logran desintegrarla.
Por eso, duele la partida de queridos amigos que, tarde o temprano, llegaron a nuestras vidas para moldearlas, acompañarlas, marcando huellas indelebles que no se borrarán ni con su desaparición terrenal. Personas con las que aprendimos y/o enseñamos, con las que hicimos nuestras vidas en las buenas y en las malas, con las que sembramos en nuestras almas el innato cariño que, regado de vicisitudes, con el tiempo como fruto brotó el respeto, anidado en la mente y en el corazón.
Respeto, cariño, alegrías y tristezas, virtudes y defectos, partes de una amalgama de inquietudes que moldearon e inspiraron la amistad llena de calidez y generosidad inigualables. Porque sus presencias fueron regalos preciosos, legándonos sus espíritus comprometidos con la justicia social que perdurarán por siempre.
Como ciudadanos ejemplares, su integridad y honestidad constituyeron una guía para todos nosotros, testimonios de la importancia de vivir con propósito y dedicación. Sus partidas nos dejan un vacío; sin embargo, sus memorias nos inspiran a seguir adelante con determinación y fe, recordando siempre lo imprescindible de ser buenos ciudadanos. Sus alejamientos nos hacen reflexionar sobre la fragilidad de la existencia, pero nos empujan a seguir adelante con esperanza y decisión.
Mi tributo a los entrañables amigos Pedro Mendoza Rodríguez y Edison Cevallos Moreira, cuyas memorias nos acompañarán siempre, pues, como también lo cantara Cortez, “Cuando un amigo se va queda un espacio vacío, que no lo puede llenar la llegada de otro amigo”.
Se nos adelantaron en el viaje hacia el infinito, pero seguro estoy que estarán esperándonos en la última estación: la de la eternidad.