El arbitrario y desolado planeta, adherido a la custodia del ser humano, requiere de nuestras pulsaciones conjuntas, no para abrir las puertas del abismo, sino para llamar a la solidaridad y a la auténtica justicia palpitante.
Desde luego, urge reconstruir la confianza ciudadana y universalizarla en todos los abecedarios internos del ser humano, para reconstruir en este mundo más que fronteras y frentes, moradas abiertas a la vida y a la verdad.
Sin duda, nuestro distintivo corazón innato, necesita una regeneración, un cambio de posiciones y posturas, más auténticas con nosotros mismos y con los demás. Para empezar, insistiré en que tenemos que aprender a reprendernos, que es otra forma de quererse, y otra manera de avanzar en comunión para fraternizarnos.
Precisamente, nuestra gran asignatura pendiente radica en respetarnos, en no destruir los vínculos que nos abrazan. Para ello, hay que decir adiós definitivamente a las guerras, destronar de nosotros las desigualdades, el consumismo y el uso antihumano de la tecnología. Urge, por consiguiente, abrir la peor de las prisiones: la de un corazón cerrado y endurecido.
Hay que tomar nuevos aires, abrirse y no desfallecer ante los obstáculos, que además siempre los hubo, relanzarse con la sensibilidad, para poder fecundar los sueños y hacerlos realidad. No olvidemos que somos peregrinos de un orbe que debe de armonizarse, juntando latidos de proximidad, compasión y ternura. Nadie puede quedar excluido del poema viviente al que pertenece, por tanto, juntemos miradas y acariciemos labios.
Tenemos que desarmarnos de lo terrenal, del poderío interesado y activar la palabra como pulso de entendimiento. La compraventa del dinero todo lo corrompe y lo envicia, decreciendo la ilusión en nosotros mismos. Esta conmoción intrínseca se expresa con toda su fuerza en el grito de esas gentes que huyen de las absurdas contiendas, a la espera de otras atmósferas más comprensivas e igualitarias, sustentadas en los derechos humanos.
Al fin y al cabo, todos hemos de rendir cuentas, por cuestión de imperativo moral y de justicia global. La obra de este buen hacer y mejor obrar será la tranquilidad y la seguridad para siempre. En un orbe en el que los más frágiles son los primeros en sufrir los efectos devastadores de una injusta dominación, la protección es cuestión de humanidad.
Personalmente, estoy convencido de que el problema no está tanto en la bomba atómica como en el típico hogar familiar; es decir, en las propias entretelas. Nos merecemos, pues, una esencia más espiritual que mundana, que nos sirva de apoyo en todo momento. Esto nos invita a reflexionar, a tratar de ahondar en la dimensión comunitaria de consolar siempre, al menos para nosotros salir consolados.