En varias ciudades de Manabí, la falta de control territorial por parte de los municipios se ha vuelto un problema estructural que afecta directamente la calidad de vida urbana.
Calles bloqueadas con conos, portales cerrados con cadenas, aceras convertidas en patios privados o puestos comerciales son apenas algunos ejemplos del uso indebido del espacio público que ocurre todos los días, sin que las autoridades ejerzan un control firme y sostenido. Esta situación no solo revela una preocupante debilidad institucional, sino también una falta de voluntad política para hacer respetar las normas que protegen el derecho colectivo a una ciudad ordenada y accesible.
Las ordenanzas municipales que prohíben estas acciones existen, están aprobadas y publicadas, pero rara vez se cumplen o se hacen cumplir. Lo que debería ser espacio para el tránsito peatonal libre y seguro se ha convertido, en muchos sectores, en un terreno ocupado por intereses particulares que nadie fiscaliza. A esta ocupación del espacio común se suman las construcciones informales que invaden veredas, las ventas ambulantes que impiden el paso y los cercados improvisados que impiden el uso normal de una calle o una acera. Las consecuencias de esta permisividad son múltiples, y todas recaen sobre la ciudadanía.
El impacto es especialmente grave para las personas con movilidad reducida, quienes muchas veces se ven obligadas a utilizar la calzada por falta de acceso adecuado en las aceras. Esta exposición al tráfico vehicular, en zonas sin rampas, sin señalización ni protección, incrementa exponencialmente el riesgo de accidentes de tránsito, generando una exclusión sistemática y peligrosa. En lugar de facilitar la inclusión, el desorden urbano la castiga.
Los municipios manabitas, en su mayoría, no han logrado construir una autoridad efectiva que vigile, sancione y eduque de forma constante sobre la importancia del respeto al espacio común. La debilidad institucional se nota no solo en la ausencia de controles, sino en la falta de equipos de fiscalización con verdadera capacidad de actuar sin temor, sin presiones políticas ni clientelares. El resultado es un crecimiento urbano caótico, injusto y deshumanizado.
Lo peor es que la tolerancia a estas infracciones normaliza la ilegalidad y manda el mensaje de que en el espacio público “vale todo”. Las ciudades necesitan orden para ser inclusivas, seguras y habitables. Si los municipios no tienen mano firme para hacer respetar lo más básico —el uso correcto de calles, aceras y portales—, difícilmente podrán enfrentar retos más complejos como la seguridad, la planificación urbana o la movilidad sostenible.
Es hora de que los gobiernos locales entiendan que gobernar no es solo inaugurar obras, sino también garantizar derechos básicos como caminar con seguridad por la ciudad.