Mientras la edad avanza, el ciclo de la vida sufre cambios. En la infancia el tiempo se ralentiza; en la adolescencia y la juventud, la urgencia e inmediatez pasan a ser la constante temporal; y en la madurez cuestionamos esa andadura y nuevamente la ralentización aparece.
En la época del emperador Augusto, la máxima latina festina lente —”apresúrate despacio”— era un lema para una gobernanza prudente. De acuerdo con esa noción, la verdadera eficiencia no reside en la rapidez bruta, sino en la deliberación inteligente.
En la cultura contemporánea hicimos de la rapidez una idolatría. La información se consume en segundos, las decisiones se toman con un clic y las tareas se miden por su tiempo de finalización. Velocidad desenfrenada que, a menudo, conduce a resultados no muy certeros, erráticos, que bien pueden evitarse; pero, además, nos lleva al agotamiento crónico.
Imaginemos un proyecto de trabajo cualquiera. El impulso de la competencia es terminarlo lo más rápido posible, quizás sacrificando la calidad. Ahora bien, apresurarse despacio nos invitaría a pausar nuestras acciones por un momento, planificar con cuidado, identificar posibles obstáculos y dividir la tarea en pasos manejables. La ejecución puede parecer más lenta al principio, pero la reducción de errores, la necesidad de correcciones y el resultado final de alta calidad, a menudo, ahorran más tiempo y recursos a largo plazo. Es la diferencia entre construir un edificio con cimientos sólidos que perdurará por décadas, y uno levantado a toda prisa que se agrieta con la primera tormenta.
Este principio también tiene profundo impacto en nuestra vida personal. La era digital nos ha acostumbrado a las respuestas instantáneas, y la paciencia se ha convertido en una virtud en peligro de extinción. “Apresúrate despacio” nos anima a reflexionar antes de responder a un correo electrónico impulsivo, a saborear una conversación en lugar de poner atención a la siguiente notificación de redes sociales y a dedicar tiempo a hobbies que no tienen una recompensa inmediata. Nos recuerda que la vida es una maratón que requiere resistencia, estrategia y, sobre todo, disfrutar del camino.
Apresurarse despacio no es una invitación a la pereza o la inacción; por el contrario, es un llamado a la acción consciente, un recordatorio de que la verdadera prisa no consiste en correr, sino en avanzar con un propósito claro y un método infalible. Ojalá nuestros líderes abracen este concepto. Desde allí, el liderazgo que se toma el tiempo para escuchar a su equipo, analizar datos y considerar las consecuencias a largo plazo inspira confianza y fomenta un ambiente de trabajo más estable y productivo. No es un signo de indecisión, sino de fortaleza y sabiduría.