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Daniel Della Costa
Inocentes pecadores

La conclusión más robusta que se puede extraer de las recientes elecciones es que resultaron decepcionantes. No sin duda para el Gobierno, que las ganó, pero sí para buena parte de la ciudadanía y, en especial, del periodismo. Porque si se hace un balance entre los temas que últimamente tuvieron preocupada a la gente y atareados a los medios y la influencia que pueden haber tenido en los resultados, se concluirá que carecieron de todo efecto.

Sábado 10 Noviembre 2007 | 22:49

Y esto alcanza tanto a la inflación, la inseguridad, las restricciones energéticas y la corrupción, como al uso discrecional de los fondos oficiales. Más aún, también podría afirmarse que no gravitaron ni un maní en la elección de la señora, ni sus aparatosos viajes, ni sus exhibiciones de opulencia, ni su negativa a prestarse a debates y conferencias de prensa, o sus escasas actuaciones ante periodistas cuidadosamente seleccionados, a los que desbordaba con su invasora locuacidad cada vez que conseguían meter una pregunta. Pero y esto sí que ya es el colmo de los colmos, ganó y por diferencia apreciable –y no sólo por el hocico, como aseguraban los que apostaban al ballottage– sin haber dicho jamás qué planes aplicaría una vez que estuviera en la Rosada, frente a aquellos problemas de los que todo el mundo hablaba y que incluyen también la ominosa difusión del paco y el pegamento entre el pobrerío y los pibes con más horas de chateo que de clase. Por eso, es injusto que se hayan hecho oír voces condenatorias a ese 27% de nativos, que no quiso o se olvidó de votar, así como a los tipos que fueron convocados para presidir mesas y que, o rechazaron los telegramas o se quedaron en sus hogares a tomar mate con la patrona. Lo que ocurrió fue que la mayoría, los que acudieron y los que no, dio el resultado por sobreentendido. A nadie le da ganas de ir a la cancha, si los que juegan son once profesionales contra un equipo de vecinos de barrio o si se sabe que el réferi está arreglado. A lo que se agrega que estaba más que claro que no se trataba, en realidad, de una nueva candidata que se postulaba al resignado y resistente sillón de Rivadavia, sino mas bien de una reelección por interpósita persona y con todo el aparato y la caja detrás. Lo que colocaba la disputa electoral en los términos de una pelea entre Mike Tyson y los siete enanitos. Y por último, aunque esto de manera inconsciente, el tipo, el que toma el colectivo todos los días, el que madruga para ir a la fábrica, la que discute con el marchante por el precio de la mantecosa o del tomate perita, votó o no lo hizo, confiando (aunque acaso sin saberlo) en la subsistencia eterna del síndrome de China o sea, del efecto soja, que ha sido y acaso lo siga siendo, el gran responsable del crecimiento de la economía, del consumo y del empleo y al mismo tiempo, del enorme y piadoso manto que cubre generosamente hasta hoy, los desaciertos y las ausencias de la política oficial. “Estos Fernández son un fenómeno –comentó el reo de la cortada de San Ignacio, al enterarse de que el jefe de Gabinete había llamado “soberbios” a los porteños, porque en la Capital la señora llegó segunda–. Fíjese que la muchacha todavía no asumió y él ya está trabajando para quedarse en el puestito otros cuatro años.” *Artículo publicado en edición impresa de La Nación, de Buenos Aires, el Jueves 1 de noviembre del 2007.
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