Mientras enjuaga una ropa y atiende a uno de sus nietos, la señora cuenta que a su hijo es como si la fatalidad lo hubiera andado buscando hasta que lo encontró un 29 de enero del 2005, a las 04h30, en una vereda de la ciudadela San Cristóbal, de Portoviejo, mientras bebía en la calle.

Anteriormente, durante un asalto, asimismo junto a unos amigos -la señora pone en duda que sean amigos aquellos con los que se bebe- le aflojaron 17 tiros con un arma “Mini Uzi”, lo que lo obligó a estar varios meses en el hospital, pero se recuperó y volvió a su vida normal, a trabajar como albañil -cuando había cómo- o a ganarse la vida de cualquier otra forma, pero honradamente. 

Sin embargo, esa madrugada, en una riña con otra persona, esta le asestó una puñalada en el corazón de la que no pudo salir airoso.

Cuando su madre se enteró, ya lo había recogido Medicina Legal para la autopsia.

Sin nada más que hacer, a Joselo se lo llevaron a enterrar a San Plácido, de donde es oriunda la familia y porque en el cementerio de “aquí no había cómo”.

Joselo dejó dos niñas en la orfandad -estaba separado de su esposa-, pero sobre todo dejó en su madre tantos recuerdos que doña Carmen prefiere no hablar.

Aferrada a una foto suya adjunta a un cuadro de Cristo, la señora se anima a mostrarlo con un largo suspiro de por medio.

“¿A qué madre no le da dolor recordar a su hijo?”, susurra. Se pasa las manos húmedas por las mejillas e intenta disimular las lágrimas que ya vienen en camino, los recuerdos que le llegan de golpe.