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El abogado Juan

Juan Carlos Roca es betunero y estudia leyes en la Universidad.

Lunes 06 Agosto 2018 | 11:00

En dos horas, Juan Carlos Roca se pondrá un pantalón de tela, camisa formal y corbata, y saldrá de su casa con una carpeta bajo el brazo.  

Pero eso será en dos horas, ahora no, recién son las 12h00. Ahora lustra zapatos en plena plazoleta Azúa, centro de Manta.
Tiene en su mano izquierda una zapatilla de cuero, en la otra una esponja que remoja en betún y luego la pasa en un  zig zag rápido y coordinado; más betún, más negro, mejor cuero.  
Juan Carlos está sentado a ras de suelo en un banquillo de madera. Es un hombre delgado, encorvado, piernas flacas y cabello negro, negrísimo, como el betún. Sigue lustrando, sigue el zig zag. Toma un cepillo y lo pasa velozmente por el zapato. Lo hace  rápido. 
Hay que apurarse.  A  las dos debe estar en el puesto de mensajero de un consultorio jurídico y a las cinco en la Facultad de Derecho para estudiar leyes.  
Antes  debe acomodar ese  cuerpo flaco en un pantalón de tela, peinarse el cabello negro hacia un lado y poner la carpeta bajo el brazo; pero eso será en dos horas, ahora hay que lustrar zapatos.
 
Desde los 12 años.   Juan Carlos  trabaja como betunero desde los 12 años, actualmente tiene 42. 
Lo hace desde que su padre falleció.  Empezó en el antiguo terminal terrestre, hizo amigos y luego esos amigos  le presentaron a una “amiga”, la droga, que lo llevó a la cárcel. 
Apenas tenía 16 años cuando lo detuvieron por robar  para ir a comprar más droga. Él estaba en prisión y su madre falleció de cáncer. Sus últimos recuerdos fueron de una mujer llorando y  pidiéndole que deje el vicio. Fue un golpe duro, dice.  
En ese entonces conoció, ahora sí, a un verdadero amigo: Pablo Cornejo, abogado y político mantense.
Él lo sacó de la cárcel, así como quien le hace un favor a un desconocido, y Juan Carlos le agradeció lavando el carro cada vez que  podía, casi siempre, porque siempre podía.    
Apenas salió de prisión acudió al cementerio y prometió en la tumba de su madre que dejaría el vicio. Fue entonces cuando murió el adicto y nació el abogado.   
 
Un hombre de Dios. Son las 12 del día, centro de Manta. De frente, el Palacio de Justicia. Abajo, en la plaza, un hombre que en unos años planea estar allí debatiendo leyes, pero que ahora lleva betún en el rostro, jeans sucios y zapatillas gastadas. 
“Hay momentos en que uno tiene que elegir entre  las drogas o la superación”, dice Juan Carlos sentado en el banquillo, lustrando una zapatilla, serio, muy serio, casi con tono de predicador. “Si seguía en el vicio solo me esperaban tres cosas: la cárcel, el hospital o el cementerio, y eso nadie lo quiere. Dios no quiere eso para nadie”, agrega con la mirada fija, predicando como evangélico. Él es evangélico.     
Juan Carlos está en cuarto semestre de leyes y estudia en la universidad Eloy Alfaro. Quiere ser abogado, como su amigo Pablo Cornejo. Y quiere ayudar a los que están pasando por lo que vivió él, el consumo de droga. 
“Tienen que dedicar su tiempo al estudio y el trabajo, eso es todo, estudio y trabajo”, recomienda.  
-¿Y en qué etapa de tu vida te funcionó eso? 
-No lo recuerdo bien -dice, y realmente no sabe y se pone a pensar. 
Historias pasan por su cara. Levanta la mirada, arruga la frente. Entonces dice que tal vez todo empezó a funcionar desde que su madre murió, porque en ese tiempo también conoció al abogado. Sí, ahí fue cuando le funcionó, porque en ese mismo tiempo perdió a una madre y ganó a un padre, dice. 
Al abogado lo quería como a un padre. Por eso el año pasado, cuando murió debido a un cáncer, Juan Carlos lo lloró por días. Y se  vistió de gala, caminó junto al ataúd hasta el cementerio. Se tomó una foto para el recuerdo y la muestra  para enseñar cómo se ve cuando va a la universidad. Así, igualito, pantalón de tela, camisa manga larga.  
Juan Carlos está orgulloso de su empleo de betunero. Con eso compró un terreno y luego construyó una casa. 
Ahora va por más, dice,  quiere tener su título y para eso se esfuerza. Para eso se levanta  a las siete y limpia  hasta 60 zapatos por día. Luego va a su casa a cambiarse de ropa para ir a estudiar. Es por eso que más tarde, en dos horas, las  manchas negras desaparecerán de su rostro, el jean sucio será  cambiado por un pantalón de tela, y en vez de  zapatillas gastadas usará un par de zapatos causales, eso sí, bien lustrados. 
Un futuro abogado no puede ir con zapatos sucios, más aún si es betunero.    
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