Con un terno azul, sentado a la manera antigua, en un escritorio de mínima estructura, San Andrés no está cansado, pero desde ya se le nota un dejo de nostalgia en sus palabras porque se halla a la espera de la notificación del cese definitivo de actividades.

“Son tantos y tantos recuerdos. Desde que entré el 1 de diciembre de 1977”, dice. 

No han pasado ni cinco minutos desde que comenzó a evocar y la mirada se le roba las palabras. Es bisnieto de Aníbal San Andrés Robledo, aquel ministro de Educación que solía escribirle los discursos al general Eloy Alfaro.

>En la sangre. “Sí, tengo sangre de educador en las venas”, asegura, como para interrumpir un silencio muy prolongado, que ni siquiera los estudiantes que se han acercado a curiosear han podido perturbar. “Antes -comenta el maestro- los jóvenes eran más idealistas, no pensaban dos veces para salir a las calles lo que ellos consideraban justos pedidos. Se armaban piedrizas que había que esconderse”.

Ahora no es que los muchachos sean cobardes, pero tienen otras prioridades.

“Parte del éxito del maestro es saber conocer a los alumnos, ver su carácter. Hay que tener en una mano el cariño y, en la otra, el rigor”, expresa. 

Por un momento cruza las manos y los dedos arrugados dejan entrever que la suya ha sido una labor ardua e intensa.

“Hubo una época en la que trabajé en tres turnos. Salía a las 06h30 y volvía a casa a las 23h00. Vivía en los colegios”, cuenta San Andrés, en tanto le dan ganas de explicar lo que piensa hacer el fin de mes, hasta cuando trabaje y su figura deje de ser familiar en los pasillos de la institución. “Quiero poner mi propio negocio. Claro, de vez en cuando regresaré a saludar a los amigos, aunque sea a saludar”, menciona.