Tengo unas amigas que, cada vez que nos vemos, me hacen la misma pregunta: “¿Y para cuándo?”.
Una de ellas se casó al quedar embarazada, cosa que no deseaba, y la otra es engañada por su marido. Yo siempre las miro con amor y me digo a mí misma: “Tranquila, respira profundo, no respondas con algo ofensivo”. Ellas son mi constante práctica hacia la tolerancia y son la mayor razón por la que reafirmo la victoria de ser dichosa sin la necesidad de portar un anillo en la mano. Han llegado a proponerme que me embarace sin el consentimiento de mi pareja, para que de esa manera lo tenga seguro. “¿En serio? ¿Así es como
consiguieron casarse?”, les digo. Ellas me miran ofendidas y luego con pena. Me miran con pena. ¡La pobre treintona sin esposo y sin hijos! Pienso en el tema más de lo que ellas creen, pero no porque me apremie la desesperación, sino por miedo. Mientras camino saliendo del lugar de la reunión, pienso que podría permitirme de todo en esta vida, todo, pero jamás, jamás, permitirme ser como ellas.
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