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Ecuatorianos
La desilusión de los “chamos”

Hace 42 años, cuando a Venezuela la comparaban con Arabia Saudita, Jorge Delgado sintió la curiosidad de saber por qué.

Domingo 24 Enero 2016 | 04:00

Era la década de 1970. El boom petrolero hacía de Caracas un paraíso de dólares, de allí el parecido con aquel país ubicado en Medio Oriente.   

El Arroyo era en esos tiempos un pueblo con casas de caña y paredes color ocre construidas a un kilómetro de una carretera polvorienta.
Jorge tenía entonces 16 años y vivía cerca a ese lugar en Montecristi. Acababa de ser expulsado del colegio por un problema que tuvo al no pagar una rifa.  Aquello   bastó para que su padre se convenciera de que era mejor salir del Ecuador. 
Llegaron a Venezuela.  Carlos Andrés Pérez era entonces el presidente y llevaba las riendas de un pueblo que dormía encima de una mina de oro. El petróleo empezaba a transformar las ciudades. Edificios por un lado, casuchas por otro.
Jorge recuerda que en un año  de trabajo ganó 1.500 dólares. Sus padres, en pocos meses, pasaron del alquiler a tener casa propia y comprarse un carro.
“Nos pagaban en bolívares, pero era fácil cambiar al dólar, no como ahora que es toda una odisea”, recuerda. 
La bonanza de ese país  atrajo a miles de ecuatorianos, especialmente manabitas. Salieron de las zonas rurales y de un momento a otro cada familia de Los Bajos, San Mateo, Santa Rosa, El Aromo y otros pueblos tenían a un “chamito criollo” que recordar. 
Adelaida Bailón, de 75 años, recuerda que en ese entonces El Arroyo quedó vacío. La gente se iba como espantada y el sitio quedó  envuelto en un silencio profundo. Un ambiente  nostálgico al que con los años, y como para excusar el dolor de la lejanía, los habitantes le llamarían tranquilidad. 
Actualmente el pueblo sigue allí, pero las casas de caña ya no están. Las remesas que llegaban desde Venezuela las volvieron de cemento, de dos y tres pisos y con fachadas que le dan otra cara a El Arroyo. 
Cada año, antes, ya no ahora, las fiestas de San Pedro y San Pablo eran tan rimbombantes que la gente llegaba de los pueblos cercanos. Bailaban toda la noche. Los padrinos de la celebración era los “chamitos criollos”. Traían botellas de whisky Buchanan’s y Old Parr que se repartían como vasos de cola y la cerveza Polar (hecha en Venezuela) aterrizaba por primera vez en estas tierras. 
El Arroyo se llenaba de un ambiente festivo que duraba hasta dos semanas  y que desaparecía cuando su gente regresaba a Caracas. Solo entonces, otra vez el silencio era lo único que se escuchaba y el pueblo se quedaba inmóvil, callado, esperando agosto cuando Pedro y Pablo les harían nuevamente el milagro de llenar las calles. 
Jorge Delgado dice que esto se repetía también en muchos sitios de Manabí como Manantiales, Río Caña y Pile. Todo siguió así hasta que la bonanza petrolera se acabó. Esto ocurrió a partir del 2013. 
Ahora los ecuatorianos  están regresando de Venezuela. Llenan nuevamente las zonas rurales de Montecristi y Manta  escapando de una crisis que los ha dejado sin trabajo. Las autoridades migratorias venezolanas reflejan que en dos años ha descendido, en un 11 %, el número de ecuatorianos en ese país: pasaron de 90 mil, en el 2012, a 80 mil a inicios del 2015.
Raúl Anchundia, por ejemplo, hace un año tomó su camioneta y dejó Caracas junto con su esposa e hijos. Lo siguieron otras cinco familias más. Todos en sus  vehículos hicieron un recorrido de cuatro días atravesando Colombia con sus poblados y fronteras. Pasando ciudades como Bucaramanga, Palmira, Popayán y llegaron a Los Bajos en Montecristi, en una caravana que abrió las ventanas de los curiosos que observaban como la crisis les devolvía a sus vecinos.   
Solo a esta comuna, desde el año pasado, han llegado unas 80 familias, pero las estadísticas no quedan allí. 
Por las oficinas del Ministerio de Relaciones Exteriores, ubicadas en el centro de Manta, han pasado los casos de ecuatorianos que luego de dejar Venezuela quieren establecer negocios. 
“No tengo una cifra exacta, pero vienen unos cuatro o cinco cada mes, les brindamos información y asesoramiento para ver qué se puede hacer”, comenta Franklin Rodríguez, coordinador zonal de este ministerio.
Infierno en el paraíso. Cuando los buses de la compañía Panamericana salen de Manta rumbo a  Venezuela, llegan a Caracas, a un lugar llamado Club El Paraíso. Allí, el sábado de la semana pasada tres ecuatorianos fueron asesinados mientras esperaban a un familiar. La noticia ocupó las portadas de varios medios y les dio a los que han regresado una razón más para ya no volver. 
El asesino les disparó a unas 10 personas solo porque no le prestaron un encendedor.
Juan Carlos Regalado  dice que esto da una idea de lo que ocurre en Venezuela. Allá, explica, la delincuencia está terrible. “Se debe andar con mucho cuidado y más que la crisis yo creo que la inseguridad espanta a los ecuatorianos”, agrega.
Juan Carlos es administrador en Manta de la compañía Panamericana. 
Recuerda que en la década de 1970, cuando empezó el éxodo a Venezuela, la compañía pasó de ser nacional a internacional. “Nosotros fuimos los primeros en hacer la ruta Manta-Caracas. Los buses iban llenos; ahora, en cambio, llegan llenos”, señala.
Los ecuatorianos están regresando. Cada semana, en los dos turnos que tiene la compañía a Manta, llegan unas 80 personas y  cuando los buses parten a Caracas solo se van con 40.
Ya no hay trabajo, relata. Antes los ecuatorianos se empleaban en construcción, costura y conserjería. Ahora todo ha cambiado. La vida está cara y no hay dinero, expresa.
Construcción y la polar. Al otro lado de Manta, en Los Bajos de Montecristi, el frío mantiene a la mayoría de los habitantes dentro de sus casas. La neblina baja del cerro y en las calles son pocas las personas que se atreven a desafiar el clima al caer la tarde. 
Solo un grupo de cuatro hombres se hallan en el parque del sector dialogando sobre varios temas, entre ellos la desilusión venezolana. 
Héctor Palma cuenta que regresó hace un año porque en Caracas ya no había nada que hacer. Él trabajaba en construcción, al igual que muchos ecuatorianos. Allá no ganaba un sueldo básico, recibía contratos por los que le pagaban muchos “bolos” (bolívares), más de lo que necesitaba. 
Héctor llegó a ese país durante el boom petrolero. En ese entonces abrieron nuevos negocios, florecieron hoteles, llegaron a cantar músicos internacionales y se construyeron fastuosos edificios donde antes había calles de tierra y casas modestas. Eso fue aprovechado por sus compatriotas. Hicieron tanto dinero que construyeron casas allá y otras en los pueblos donde nacieron, en Ecuador.
En Los Bajos, al igual que El Arroyo, también están las huellas de la bonanza venezolana. Las casas son grandes y de cemento y algunas aún permanecen vacías a la espera de sus dueños. 
En El Aromo ocurre algo similar. Sus habitantes aún recuerdan las fiestas de San Pedro y San Pablo cuando los “chamos” llegaban con cajas de cerveza Polar y las etiquetas de la bebida invadían las polvorientas calles. 
Jorge Delgado, quien en media hora ha hecho un recorrido por cuatro décadas de historia venezolana, recuerda que en esos tiempos los directivos de Polar, la empresa de alimentos más grande de ese país, llegaban a Manta para las festividades religiosas y se hospedaban en los mejores hoteles. Ellos eran jefes de los ecuatorianos que manejan la distribución de cervezas en Caracas. 
Jorge añora esa época. La extraña porque él también dejó Venezuela el año pasado. Estuvo allá 40 años, sus hijos nacieron en ese país y ahora vive en una casa que compró hace 20 años y que permanecía cerrada a la espera de que pasara lo que ha sucedido ahora, una crisis.
A sus espaldas, en la pared de la oficina de la zonal del Ministerio de Relaciones Exteriores, un cuadro del fallecido presidente Hugo Chávez parece no quitarle la mirada. 
Jorge dio la entrevista en este lugar porque está en busca de apoyo para iniciar un negocio. Dice que si no consigue nada, se regresará a Venezuela. Al final en Ecuador las cosas no están tan mal como en Venezuela, pero tampoco están excelentes. Es más, si lo pusieran a elegir en qué país morir, él evocaría la frase que dijo alguna vez el expresidente venezolano Carlos Andrés Pérez, al que recuerda con la nostalgia de los buenos tiempos. “Ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario”. 
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