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Enrique Villamar Mendoza
Melodía de Navidad

Ingresamos en la selva ecuatoriana los primeros días de diciembre. Debíamos permanecer en esta zona por pocos días, para quedarnos finalmente alrededor de un mes y medio.

Lunes 25 Diciembre 2006 | 16:32

El helicóptero que nos transportaba era un Bell 212, de esos que habían sido usados en la guerra de Vietnam; llevábamos nuestros fusiles con las trompetillas hacia abajo y a través de la ventana se podía mirar el terreno que era completamente llano, sin elevaciones ni depresiones, sin ningún claro, como un vasto océano hermoso e imponente. Tengo presente el calor que durante el día alcanzaba los 35 grados centígrados y la gran cantidad de humedad que me hacía transpirar aún más. Estaba a cientos de kilómetros de esos deliciosos olores que se escapan de la cocina de mi casa. Pero no estaba triste, estaba trabajando como muchos médicos, conductores, maestros que en estas fechas deben alejarse de su hogar y cumplir con sus obligaciones. En la selva se decía que había dos estaciones: invierno y diluvio, y era cierto, porque llovía constantemente. Por esta razón me agradó aquella noche que pude divisar las estrellas en el firmamento. De repente algo luminoso rasgó el cielo, seguramente alguna criatura de la noche y me quedé observando con atención. Y recordé aquella historia que cuenta que una estrella había llevado a tres reyes magos al pie de un humilde pesebre. ¿Cómo era esto posible, Señor? Es decir, que tu madre te llevó durante nueve meses en su vientre y allí te alimentó con su sangre, tomaste los alimentos que te permitieron crecer física y emocionalmente al tener de tus padres las caricias y las palabras de amor al saber que te esperaban. Y una noche, María, la Santa Virgen, no pudo continuar más porque vinieron los dolores de parto y en una gruta al borde del camino tuviste tu primer encuentro con el mundo exterior, tu primer esfuerzo, tu primer gran cambio; tus ojos, asombrados, se encontraron con la luz, con los sonidos con los olores. Esto te debió haber causado dolor al abandonar el vientre cálido amoroso, de tu madre. Si vieras cómo se divierten los niños del mundo arreglando tu nacimiento. ¿Y cuáles fueron tus primeras palabras? ¿Aprendiste a decir primero papá o mamá? tus palabras eran entrecortadas, llenas de errores, te equivocabas al decir alguna cosa y eso causaba gracia entre los que te escuchaban. ¿Y cómo eran tus juegos? Dime si te dormías soñando con los cuentos de Hansel y Gretel, de Pinocho, de la Caperucita Roja y su lobo feroz; no se habían escrito todavía, pero seguro que había otros tan hermosos como esos. ¿Ponías en apuros a tus padres con tus preguntas que tal vez, no podían responder? Y como todos los niños debiste hacer alguna travesura, volcando algún tarro de pintura en el taller de tu padre, que era carpintero. Tu nacimiento fue un regalo, un regalo de dulzura, de esperanza, de fe... es el mensaje que nos haces llegar cada año para recordar que hay que compartir con los demás. Sabes Señor... hay tantos niños en las calles, tantos ancianos olvidados, tantas mujeres abandonadas, tantos hombres solitarios. Es el momento de cortar en esa esquina nuestro pan, de poner un abrigo sobre ese que no tiene camisa, de tener piedad por los demás.
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