Con el pasar de los años entendemos que los verdaderos amigos son mucho más preciados que cualquier cantidad de dinero, mientras el hombre como género crece en años, aprende que los amigos leales son escasos, son muy raros y esa característica te obliga a luchar por mantenerlos a tu lado; caso contrario corremos el riesgo de estar rodeados de falsos amigos que cuando estamos en buena posición nos adulan y cuando estamos mal ni nos conocen.
Mis recuerdos me remontan a los finales de los años sesenta, cuando era un chiquillo escolar y el bien recordado doctor Augusto Pérez Mostedeoca vivía casi al final de la calle Córdova, vecino del parque Cayambe. Mi madre y mi tía trabajaban en la casa del galeno, razones más que valederas para que yo llegara hasta esa barriada que con el pasar de los tiempos me acogió. Me era bastante familiar recibir casi diario al médico, abrir las puertas del garaje; y él, con una sonrisa a flor de labios, un gesto con la cabeza y un espontáneo “muchas gracias Jaime”, agradecía mi entrometimiento. Luego raudamente subía hasta su departamento.
El doctor Pérez trabajó por varias décadas en el hospital de Portoviejo, no escribo regional porque él laboró en el viejo nosocomio de la ciudad; recuerdo que su entrada principal era por la calle Rocafuerte y tenía a ambos lados altas palmeras que nos daban la bienvenida, después construyeron la actual infraestructura donde aplicó sus vastos conocimientos de la medicina hasta casi el final de sus días.
Por las tardes atendía en su consultorio particular, ubicado en la esquina de las calles Chiles y Córdova, en una casona grande que el modernismo se encargo de aniquilar.
Portoviejo lo tuvo como concejal y como alcalde encargado, dejando una impronta de acrisolada lealtad para su ciudad y un respeto irrestricto para las arcas y los bienes del cabildo, cosas que por estos tiempos parecen ser fábulas o cuentos de hadas.
La sala de niños del hospital ya no tendrá a su jefe, al doctor Pérez, ya no contará entre los suyos a aquel hombre altruista que por más de media centuria de años demostró con el servicio y querencia a su profesión que la verdadera fortaleza del hombre radica en ayudar y socorrer a los más débiles.
Hoy ya descansa en los brazos de nuestro Creador, y en el azul infinito del cosmos resalta una límpida estela que trasluce las virtudes de Augusto Aníbal Pérez Mostedeoca como hijo, esposo, padre y médico. De ello damos fe los que en nuestras dolencias siempre acudimos a él, porque nunca cejó enfrentarse contra las enfermedades y si perdió alguna batalla lo hizo en buen combate, porque cumplió el juramento de Hipócrates, tuvo la paciencia de Job, la convicción de Tobías y la sabiduría exuberante para servir a sus hermanos.
Paz en su espíritu y a sus familiares mis más sentidas condolencias de pesar. <