Una de las obligaciones de los gobiernos es la de prestar las seguridades necesarias para garantizar el bienestar ciudadano, especialmente de bienes y, con específica razón, de vidas.

Por ello es que constantemente se exige la implementación de políticas que permitan el establecimiento de una atmósfera de tranquilidad y paz en las ciudades y campos del país, como factor imprescindible para el trabajo fructífero, enaltecedor  y motivador que hace el crecimiento de los pueblos.
Pero aquello cada vez se siente como menos posible de lograr en Ecuador, puesto que a diario suceden hechos violentos ligados al crimen, con asesinatos, asaltos, amenazas, secuestros, entre otros delitos.
Es tan fuerte la corriente del mal que el mismo presidente de la República ha creído conveniente la integración de un organismo especializado, integrado por expertos en seguridad, para que se dedique a protegerlo, en clara admisión de que la delincuencia está en  crecimiento o que sus medidas administrativas están creando reacciones que pudieran llegar al riesgo extremo de un intento contra su integridad física.
Estimamos que, cualquiera sea la motivación, es justo y necesario que el primer mandatario disponga de las medidas proteccionistas que estime debe adoptar para su seguridad y la de su familia, al igual que para la de sus colaboradores.
Al fin y al cabo, es el regente del país y hay que cuidar de él por ley, por lógica y por el bienestar de la democracia y de la misma estabilidad nacional.
Sin embargo, la observación que pudiera hacerse es que, al igual que su seguridad, la del pueblo ecuatoriano también merece ser incrementada, porque de nada serviría proteger la cabeza de un cuerpo que está expuesto constantemente a daños y males que tarde o temprano lo acabarán.