No por ostentar un título académico de maestros merecemos tal dignidad, sino cuando nos coloquemos en el lugar del educando y reconociéndonos como tales.
En primer lugar, surge la luz en el entorno familiar de ese principiante de 12 años de edad que lleva sobre sus hombros una mochila llena de ocho – diez libras exigidos por el profesor y que talvés abra sólo para señalar el número de la página de la tarea a presentar, como copia, talvés ese mismo niño sea castigado con “sapitos” porque no llevó la copia; talvés sea aplazado para abril por faltarle dos puntos en esa materia, el Lenguaje o Matemáticas, tenía por profesor a un abogado, que el día del examen supletorio recibía el saludo del papá y el billetito al extenderle la mano , requisito de examen que lo traía hecho en la casa y pasaba el año. Cuando el estudiante era una niña, entonces, se retrata junto al profesor para completar el puntaje de abril y pasaba al año inmediato superior.
Quién sabe si el educando que pierde el año no tuvo el beso maternal en la mañana; quién sabe si le faltó el diálogo con papá, que lo abandonó; quién sabe si el juguete que le gustaba tanto permanece en una vitrina no muy lejos……
¡Quién sabe, compañeros maestros, quién sabe!