Era el 26 de septiembre de 1526 cuando un barco español se encontró con una balsa extraña, hecha de gruesas cañas y tripulada por dieciocho navegantes.
El barco español era comandado por Bartolomé Ruiz, piloto mayor de la expedición de Francisco Pizarro. El viaje de los conquistadores había sido una travesía amarga: enfermedades, hambre, naufragios, batallas. Pero ese día, frente al Cabo Pasado, en lo que hoy es la costa de Ecuador, los españoles se acercaron con cautela. Y lo que descubrieron los dejó sorprendidos.
Aquellos hombres de la balsa, tranquilos y diestros, provenían de una ciudad llamada Salangone (hoy Salango) y traían consigo un tesoro no solo material, sino cultural: mantas tejidas con lana y algodón, y sobre todo, conchas marinas rojas y blancas. Eran spondylus, el mullu, una concha sagrada, valiosa como el oro, pero con un poder que iba más allá del comercio: era ofrenda, amuleto, símbolo de fertilidad y vínculo entre los hombres y los dioses.
Así fue como los europeos tuvieron el primer contacto con los manteños, una civilización marítima y próspera que había hecho del comercio su forma de vida y del mar su camino, señala un artículo de la revista National Geographic.
Una red tejida con conchas y rutas marinas
Los manteños no eran un pueblo cualquiera. Desde las actuales provincias de Manabí y Guayas, tejieron redes comerciales que llegaban hasta México y Chile. Surcaron el Pacífico en balsas como la que encontró Ruiz, llevando spondylus, tejidos de algodón y metales preciosos a todos los rincones de la costa. Eran diplomáticos, navegantes y estrategas. Y su poder no se imponía por la guerra, sino por el intercambio.
El epicentro espiritual y político de esta red estaba en Salango, sede de un importante cacicazgo, y en lugares sagrados como la isla de La Plata. De su sistema urbano aún se conoce poco, pero lo suficiente para asombrar a quienes lo vieron por primera vez: calles trazadas con orden, cultivos diversos y una administración que los propios cronistas españoles describieron con sorpresa.
Un legado de los manteños bajo las piedras
Durante siglos, el mundo olvidó a los manteños. No eran incas ni mayas; no aparecían en los grandes relatos. Hasta que, en 1907, el arqueólogo H. Saville, de la Universidad de Columbia, desembarcó en la costa ecuatoriana. Lo que encontró en el sitio de Cerro de Hojas–Jaboncillo cambiaría la historia: sillas de piedra, estructuras urbanas complejas y un asentamiento que revelaba una civilización sofisticada.
La noticia llegó al periódico New York Times, que anunció: “An unknown race found in the tropics” (descubren una raza desconocida en los trópicos), señala la publicación de National Geographic. Décadas después, los arqueólogos ecuatorianos Jijón y Caamaño, y luego Estrada, continuarían el trabajo. Propusieron que el Estado manteño no era un reino centralizado, sino una Liga de Mercaderes: una federación de ciudades unidas por el comercio y la diplomacia.
Las investigaciones en Ligüiqui
Más recientemente, arqueólogos españoles y ecuatorianos estudiaron el complejo pesquero de seis kilómetros en Ligüiqui (Manta): corrales marinos, hechos con lajas de piedra, diseñados con tal precisión que permitían capturar peces de forma pasiva y sostenible, señalan los investigadores.
Mientras los imperios de su época crecían con espadas y tributos, los manteños tejían rutas con conchas y tejidos. Y cuando los españoles los encontraron, no vieron solo una balsa cargada de mercancías: vieron la punta de un iceberg cultural que aún hoy estamos redescubriendo.