A Manuel Francisco dos Santos la vida lo torció antes de nacer futbolista. Tenía una pierna 6 centímetros más corta que la otra, una columna vertebral desviada y los pies girados hacia adentro 80 grados por culpa de la polio. Pero lo que parecía una condena se convirtió en don: Garrincha, como lo apodó su hermana Rosa en alusión a un pajarillo desgarbado, nació para burlar rivales como si bailara con el viento.
Nacido el 28 de octubre de 1933 en Pau Grande, rincón humilde de Río de Janeiro, Garrincha aprendió a gambetear en la tierra. Su cuerpo, que desafiaba toda lógica biomecánica, le dio un estilo único e irrepetible. Regateaba como si los demás jugaran en cámara lenta. Y el mundo entero —de Inglaterra a Suecia, de Santiago de Chile a los callejones cariocas— se rindió ante ese niño eterno que hacía del fútbol una travesura.
Garrincha y la selección
Su debut con la selección brasileña en 1955 fue apenas el preludio. En 1958, junto a un adolescente llamado Pelé, Garrincha fue figura en la conquista del primer título mundial para Brasil. Pero fue en 1962, cuando el Rey cayó lesionado, que Garrincha se convirtió en emperador: marcó goles, hizo bailar a defensas enteras y lideró a la canariña hasta su segunda estrella. En ese torneo, hasta los perros querían jugar con él: uno invadió la cancha contra Inglaterra, y Garrincha, sin dudar, lo adoptó. Lo llamó «Bi», en honor al bicampeonato.
A pesar de un test psicológico en 1958 que lo calificó con una «edad mental» de ocho años, quienes lo conocieron aseguraban que no era ingenuo, sino profundamente despreocupado. Fuera del campo, la vida de Garrincha era menos fiesta. Comenzó a beber aguardiente a los cinco años y a fumar a los diez, como si la infancia le pesara demasiado. El alcohol lo acompañó siempre.
Alcohólico y sin dinero
Murió sin dinero, con cheques sin cobrar apilados en su casa. Padre de al menos 14 hijos —algunos confirmados por cartas, otros por ADN—, Garrincha amó sin medida y vivió sin red. Una vez, antes de jugar la final del Mundial del 62, preguntó al técnico si ese partido era «la final». Lo decía en serio: vivía en su mundo. Uno donde lo importante no era el resultado, sino el juego. Y vaya que sabía jugar. Su magia era tan única que Brasil lo bautizó como «la Alegría del Pueblo«. Porque donde ponía un regate, nacía una sonrisa.
El 20 de enero de 1983, la cirrosis lo venció a los 49 años. Pero su entierro, multitudinario, fue más una fiesta popular que un funeral. Brasil no despedía a un futbolista; decía adiós a un símbolo. A un hombre que, con un cuerpo roto, tejió uno de los cuentos más increíbles del fútbol.
