Corría noviembre de 1937 y Berta Singerman, la mujer que le devolvió la poesía al pueblo, llegó por primera vez a Manta. No lo hizo como artista, sino como turista. No vino por aplausos, sino en busca del mar, anhelando descanso y tranquilidad.
Había nacido en Minsk, Rusia, en 1901. Desde pequeña se había refugiado en Argentina con su familia, tierra que la adoptó y la vio convertirse en una figura sin igual. No cantaba ni bailaba: declamaba. Con su voz y su cuerpo, podía llenar estadios y plazas de toros para recitar a los grandes poetas. Fue una celebridad mundial en tiempos sin televisión. Su arte era la palabra dicha con alma.
Berta Singerman y la playa
Durante aquellos días de 1937 en Manta, caminó descalza por la playa y compró siete sombreros de paja toquilla. Ni uno, ni dos: siete. A Manta no le hizo falta escenario para que Berta dejara huella. Pero la historia tendría un segundo acto.
Dieciocho años después, en 1955, Berta regresó. Ya no solo como turista, sino como la artista consagrada que era. El Club Náutico fue el anfitrión de su retorno. Esta vez sí hubo un escenario, luces y público expectante. Durante una semana se hospedó frente al mar. Y entonces ocurrió lo de siempre: bastaron su voz, su mirada, un gesto preciso… y el milagro se repitió. La poesía dejaba de ser letra muerta y se volvía latido vivo.
Los años 50 en Manta
Esa Manta de los años 50 ya no era la misma. La tagua dejaba paso al café como principal exportación, y los mantenses soñaban con nuevas rutas: una carretera hacia Quevedo, un puerto más grande, más propio. Pero por una noche, la ciudad se detuvo. Escuchó. Sintió. Y se rindió ante la «lira viviente».
Berta fue un fenómeno sin predecesores ni herederos. Declamaba los versos de los grandes poetas. Su voz no necesitaba micrófonos ni pantallas. Su presencia bastaba. Multitudes la escucharon en teatros, plazas, palacios, en América y Europa. La aclamaron presidentes y reyes. La homenajearon con llaves simbólicas, medallas, y flores, según cuentan las crónicas periodísticas de su época.
A las audiencias de hoy, distraídas por los mensajes del celular incluso en los conciertos, les costaría imaginar lo que fue Berta Singerman: capaz de llenar estadios con más de diez mil personas, sin orquesta, sin amplificación, sin más escenografía que su propia palabra. Murió en Argentina, mientras dormía, el 10 de diciembre de 1998. Tenía 97 años. Con ella se apagó una época.