Le cuento que cuando era niña, por decisión de mi padre, empecé los estudios de piano y música en el Conservatorio Superior José María Rodríguez, de la ciudad de Cuenca.
La verdad, cursé la carrera un poco obligada por la decisión de mi progenitor (yo quería ser balletista), graduándome finalmente de tecnóloga, con sobresaliente, aunque recuerdo muy bien que un miembro del jurado, en el examen práctico de grado, cuando oyó una parte del repertorio en el teclado, específicamente el Himno Nacional, dijo que más que una composición solemne, mi interpretación parecía la de una cumbia.
Hoy, años después de haber culminado esa faceta de mi vida, lo único que tengo es agradecimiento por la exigencia de esos estudios, que forjaron mi personalidad con disciplina, perseverancia y cierto perfeccionismo. Tengo grabadas en mi mente las prácticas de piano de años iniciales, se aprovechaba los pianos del instituto y en casa, se tocaba en una cartulina que tenía dibujado el teclado con unas cuantas octavas. En ese piano de cartulina, que fue una tarea encomendada por los docentes del conservatorio, practicaba en casa una mayoría de alumnos, pues casi nadie tenía piano propio. Así es que se imaginará la emoción que tuvimos, mi hermana y yo, ambas somos pianistas, cuando un día llegamos a casa y encontramos un hermoso teclado italiano en la sala.
Escribo este largo preludio, para recomendarle, en caso de que usted, estimado lector, tenga niños, que piense en la posibilidad de abrirles el mundo de la música. No es un camino fácil, porque exige muchas horas de estudio, tareas y responsabilidades, es como estudiar un segundo bachillerato y universidad de manera simultánea a la carrera tradicional; sin embargo, creo que son pocos los elegidos para conocer la historia y ciencia que encierra cada composición musical, la magia del sonido, las vivencias de los creativos o virtuosos del mundo, la historia de la música y su evolución conforme la transformación humana, así como tener el privilegio de acceder a lo más selecto de la música del mundo.
La experiencia del conservatorio, en la que se siente la energía de los instrumentos musicales, se admira a los maestros y se practica horas y horas hasta alcanzar la perfección en una sonata, preludio o fuga, solo puede forjar el carácter de una manera extraordinaria. Tocar “Los pollitos dicen” o “Los tambores Indios” en inicial, luego el Claro de Luna o el Para Elisa en escolar, participar en un certamen musical y graduarse con un concierto de una hora, interpretando a los mejores compositores, quedará para la eternidad.