Washington, 1980. El humo del café se mezcla con el del tabaco en las redacciones, y en la sala de prensa de The Washington Post una joven periodista de 25 años, de movimientos rápidos y mirada astuta, escribe lo que será, sin saberlo, el principio y el fin de su carrera. Su nombre: Janet Cooke. Su historia: una bomba de tiempo disfrazada de denuncia social. Su protagonista: un niño llamado Jimmy, adicto a la heroína desde los cinco años.
“Jimmy tiene ocho años y es la tercera generación de adictos”, arrancaba su texto con una crudeza que hipnotizó a lectores y editores. Cooke dibujaba con palabras a un niño de ojos grandes, piel suave y agujas como pecas en los brazos. Su pieza se tituló El mundo de Jimmy, y fue publicada el 28 de septiembre de 1980. En cuestión de horas, la crónica conquistó la portada del Post, y en días, los titulares del mundo entero.
El niño atrapado en la heroína
La historia conmovía, dolía, pero también indignaba. ¿Cómo era posible que un niño, apenas un niño, estuviera atrapado en las sombras de la heroína? Las autoridades intentaron localizarlo. Querían salvarlo. El periódico, amparado en la Primera Enmienda, se negó a revelar detalles. La joven Cooke defendía la confidencialidad de sus fuentes con vehemencia. Mientras tanto, el niño nunca aparecía. Nadie lo encontraba. Nadie lo veía.
La redacción del Post hervía. Algunos editores celebraban el golpe periodístico, otros empezaban a sospechar. Pero la maquinaria ya estaba en marcha. En abril de 1981, el jurado del premio Pulitzer decidió reconocer la crónica de Cooke. Aquella joven promesa, con un currículum que la pintaba como estrella académica, se convertía en el rostro del nuevo periodismo estadounidense.
Pero la gloria duró poco. Bastó una llamada, una duda, una búsqueda rápida para que todo se desmoronara. Sus títulos eran falsos. Nunca había estudiado en las universidades que mencionaba en su currículum. Toledo Blade, su antiguo periódico en Ohio, tampoco tenía tantos elogios para ella. Las inconsistencias comenzaron a aflorar. Los editores del Post la confrontaron. Querían una respuesta. Y la obtuvieron.
Aceptó su mentira
“Jimmy no existe. Lo inventé todo. Quiero devolver el premio”, dijo Cooke con frialdad, según relatan quienes estuvieron allí. El silencio fue absoluto. Un Pulitzer ganado por una ficción. Una historia desgarradora que nunca ocurrió. Un niño que solo vivía en la imaginación de una reportera desesperada por destacar.
El escándalo fue mayúsculo. La credibilidad del Washington Post quedaba manchada. Cooke desapareció del mapa. El periodismo la sepultó. Durante décadas, su nombre solo era mencionado como ejemplo de fraude, de lo que nunca debe hacer un periodista.
Muchos años después, Janet Cooke volvió a aparecer. En una entrevista televisiva, reveló que vivía en el anonimato, había pasado una temporada en París y trabajaba como cajera en una tienda de ropa. No quedaba nada de la estrella prometedora. Solo una mujer cansada, exiliada de su propia historia.
Una historia poderosa y peligrosa
Gabriel García Márquez, con su ironía afilada, dijo una vez que no merecía el Pulitzer, “pero en cambio sería una injusticia mayor que no le dieran el de literatura”. Tenía razón. La historia de Jimmy fue tan poderosa que aún se lee como si hubiera sido cierta. Y eso, en un mundo donde las palabras construyen realidades, puede ser más peligroso que una mentira: puede ser inolvidable.
Hoy, El mundo de Jimmy sigue disponible en la web de The Washington Post, precedido por una advertencia. Es un texto incorrecto desde el punto de vista de los hechos, sí. Pero también es una pieza que obliga a pensar sobre los límites del periodismo, la presión del éxito y la delgada línea que separa la verdad de la ficción.