Las sirenas, esos mitológicos seres mitad humanos y mitad pez que, según la leyenda, atraían a los pescadores con su canto hasta llevarlos a la muerte por ahogamiento, no han desaparecido; se transformaron.
En la modernidad, vivimos rodeados de cantos de sirena, de palabras tan atractivas como las melódicas voces que obligaron a Ulises a amarrarse contra el mástil de su barco para no dejarse tentar, pero cargadas en su mayoría de inescrupulosas intenciones y falsedades.
Están perennes en la boca de los políticos. Y no solo en los tiempos de campaña sino siempre, como un retórico atavismo de sórdidas bienaventuranzas que, por su naturaleza, nunca llegan a alcanzarse.
Se encuentran en la boca del ministro que promete culminar una obra bajo la cual se esconde la siniestra figura del sobreprecio, que dilapida los recursos y lleva a los gobiernos a demandar más para satisfacer el voraz hambre de los corruptos.
Están en las palabras del dirigente que disfraza su verbo de solidaridad y defensa, cuando lo único que busca es atender su personal interés.
Se hallan en la demagogia del candidato que pinta un mundo ideal, casi de fantasía, con tal de obtener el favor popular graficado en una línea perpendicular en su casillero. Y todo llega, cuando mucho, hasta el discurso de posesión.
Los cantos de sirena pueden sonar melodiosos y prometedores, pero al final encierran el camino a la muerte moral de quien se empecina en atenderlos. Como los navegantes que cuenta Homero en La Odisea y los que recoge la tradición oral de nuestros actuales hombres del mar.
Y nos gusta escucharlos, sin dudas, y alimentamos con ellos una insaciable sed de ilusiones que, a veces, crean mesiánicas figuras. Preferimos creer que todo va a ser mejor, aunque el panorama no sea tan prometedor. Decidimos votar por el que nos ofrece hacer de nuestro Ecuador un paradisíaco emporio, que por el que nos habla de cuán difíciles serán las cosas en los próximos cuatro años. Votamos por quien nos promete dinero fácil y no por el que nos dice que habrá que trabajar duro para conseguirlo. Preferimos el vuelo de la ilusión al aterrizaje de la realidad, aunque cuando más alto se vuele más doloroso es el desplome.
¿Cómo se soluciona? Con una actitud crítica, de análisis, que nos permita tantear hasta dónde es realizable lo que prometen. La educación debe proporcionarnos ese filtro para separar la retórica cargada de irrealidad de las metas alcanzables. Las buenas intenciones, siendo así, no deberían ser suficientes para conseguir el favor del voto, pues no olvidemos que de ellas está alfombrado el camino hacia el infierno.
José Leonardo García Parrales