La nieve cubría el palacio como una sábana de hielo, y el silencio de la noche parecía presagiar lo inevitable. Grigori Yefímovich Rasputín, el oscuro y fascinante místico, cruzó por última vez las puertas de la aristocracia rusa. Lo esperaba la muerte y un lugar eterno en la historia.
Campesino, curandero, profeta, o farsante: Rasputín fue todo eso y más. Nacido en 1869 en una aldea perdida de Siberia, llegó a San Petersburgo como un peregrino mugriento, pero su mirada magnética y su extraña presencia —casi dos metros de altura, cabello largo y ojos penetrantes— fascinaron a una nobleza rusa sedienta de lo oculto. Pronto, las duquesas Militsa y Anastasia de Montenegro lo introdujeron a la corte imperial. Y allí comenzó el hechizo.
Rasputín y la devoción
Rasputín se ganó la devoción incondicional de la zarina Alexandra al calmar las crisis de hemofilia del joven heredero Alekséi. ¿Milagro? ¿Hipnosis? Nadie lo sabe. Lo cierto es que su sola presencia tranquilizaba a la madre angustiada, y su consejo de evitar la aspirina —un anticoagulante— salvó al niño más de una vez.
Pero lo que para Alexandra era fe, para muchos fue una amenaza. Las caricaturas obscenas, los rumores de orgías, las denuncias de abuso sexual y la sombra de una relación impropia con la zarina mancharon la reputación de Rasputín y de toda la monarquía rusa. Incluso cuando el primer ministro Stolypin mandó investigarlo en 1911, el zar Nicolás II lo protegió.
Con más poder que nunca
La Primera Guerra Mundial agravó la situación. Con el zar en el frente, Alexandra y Rasputín quedaron al mando del gobierno. La nobleza observaba con alarma cómo ministros incompetentes ascendían por voluntad del «hombre santo». Se susurraba traición, e incluso alianzas con Alemania.
Así nació la conspiración. El príncipe Félix Yusúpov, el gran duque Dmitri Románov y el diputado Vladímir Purishkévich decidieron eliminar al «demonio». Aquella noche fatal, Rasputín fue seducido por una cita ficticia con la bella gran duquesa Irina. En un salón, lo esperaban vino y pastelillos cargados de cianuro que no surtieron efecto. Le dispararon. Cayó. Se levantó. Huyó por la nieve. Lo remataron a tiros y lanzaron su cuerpo al río Nevá. La autopsia reveló que murió congelado, no por veneno ni balas. Un final tan tenebroso como su leyenda.
La muerte de Rasputín no causó la revolución rusa, pero fue una grieta más en la fachada agrietada de los Románov. Apenas un año después, en 1917, la dinastía Románov colapsó. En 1918, los bolcheviques ejecutaron a Nicolás II, Alexandra y sus hijos. El imperio de los zares terminó, pero la leyenda de Rasputín no.
La leyenda se mantiene
Su hija, María, escapó al exilio, donde fue domadora de leones y bailarina. Su apellido seguía atrayendo titulares, como en 2004, cuando un museo de San Petersburgo afirmó tener el pene de 30 centímetros de Rasputín conservado en formol. La ciencia lo desmintió. Pero cuando se trata de Rasputín, la verdad y el mito conviven como amantes secretos.
Más de un siglo después, su eco sigue vivo: en novelas, películas y canciones. Porque en la Rusia imperial del ocaso, Rasputín no fue solo un hombre. Fue un presagio. Un fantasma que aún murmura entre las ruinas de los zares.