Víctor Corcoba Herrero
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Disponerse a servir satisface

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4 minutos de lectura

Lo horrible de esta tierra son nuestras contrariedades. Necesitamos sentirnos solidarios y despertar sin egoísmos, para sustentarse y sostenerse armónicamente, como una indivisa familia con multitud de hogares, deseosos de participar su calor viviente.

Ese entusiasmo gozoso por el bienestar es el que nos da consistencia, que no está tanto en las personas adultas como en los niños y en los ancianos. Solo hay que ver cuando se reúnen los chavales con sus abuelos; engendran un anhelo de alegría y esperanza, porque los mayores transmiten la sabiduría de su cátedra viviente, mientras los menores se enraízan en un futuro que reciben del pasado y lo mejoran. Estamos aquí, por tanto, no para destruir nuestros vínculos, sino para regenerarlos de pulsaciones diversas, en momentos variados.

Indudablemente, estar en disposición de ser para los demás un corazón que promueva la placidez con la caricia de la mirada, haciendo sonreír y quitando piedras del camino, es la mejor complacencia. Desde luego, cuidarnos unos a otros, sin obviar el legarse y el corregirse, es nuestra obligación. En consecuencia, también las políticas de los variados gobiernos tienen que tomar como aspiración universal la dicha de los ciudadanos a los que rige. Por desgracia, las historias humanas tienen una visión global triste, muy doliente; solo hay que dar una ojeada al inmenso peregrinaje migratorio, en busca de un horizonte más pacífico, inclusivo, equitativo y equilibrado, que promueva el desarrollo sostenible, la erradicación de la pobreza, la felicidad y el bienestar de todas las gentes.

No olvidemos jamás que, mientras habitemos por estos cauces terrestres, es necesario vivir en la adhesión donante, de dar aliento a los desalentados, defender y acoger a los extranjeros, entregarse a los indigentes y a los desfavorecidos; lo que nos exige estar en guardia permanente, con los oídos bien abiertos y la mirada dispuesta a verter caricias. Realmente, lo aterrador de este mundo es que inquirimos con el mismo brío el hacernos dichosos y el impedir que los demás lo sean. Somos así de necios. Esta enfermedad únicamente se cura desterrando de nosotros los criterios inspirados en la maldad, que tiene como meta la desesperación. Es cuestión, pues, de comenzar a cambiar nuestro interior, poniéndonos a la faena de servir a todos y no de servirse del frívolo poder.

Tampoco es cuestión de atesorar nada material; el gozo llega con espíritu cooperante, a través del abrazo sincero y el buen propósito, para que todo vuelva a empezar con un estado de ánimo radiante. Objetivamente, vivimos de los cambios; la felicidad no es más que un reponerse y un participar sin intereses mundanos; pues tan solo la certeza del darse a diario aporta sosiego al pulso existencial. A propósito, estudios científicos han demostrado que la satisfacción del deber cumplido tiene efectos positivos en la salud y en la esperanza de vida. Desde luego, tener una perspectiva positiva y una sensación general de complacencia se ha relacionado con la longevidad. Ojalá aprendamos a generar espacios y momentos felices en los que se otorgue prioridad a los vínculos.

La docilidad en este sentido de comunión es, por consiguiente, raíz de entendimiento y conciliación, tanto interna como externa. El espejo del alma está ahí, como fuente de profunda paz de la conciencia, ante el cumplimiento de la ley moral. La confianza que nos transmiten aquellas personas que han escogido el camino de una conducta honesta e intachable, contra cualquier alternativa de triunfo ilusorio logrado mediante la injusticia y la inmoralidad, nos debe hacer repensar sobre nuestro modo de ser y su referida actuación. Lo cardinal no es tanto el progreso económico como florecer en la incondicional entrega de ser para el otro como para sí, con la convicción de no concebirse perdido, sino reencontrado con su propio linaje en gozosa parentela genealógica.

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