Era domingo en Manta. Héctor Toscano llegó con su esposa embarazada, sus hijos pequeños y su suegra al parque Jocay. Un paseo familiar después del almuerzo, como cualquier otro. Pero ese 4 de diciembre de 1983, a las dos de la tarde, cuatro tiros por la espalda le quitaron la vida.
Toscano era periodista. Llegó a Manta por amor y se quedó por convicción. Con su pluma afilada, sin concesiones, se atrevió a señalar —con nombres y apellidos— a los poderosos que tejían la corrupción de la ciudad: políticos, abogados, policías, criminales. No escribía desde el rencor, recordaría después un amigo cercano, sino desde la esperanza de que la justicia, algún día, regresara a Manta.
Pero la advertencia había llegado. Tres días antes del asesinato, Toscano llegó en su Yamaha 125 a casa de un colega. Su amigo le pidió que dejara de firmar sus columnas. “Eso es una sentencia”, le dijo. Toscano sonrió. Ya había tomado una decisión. Mostró su revólver calibre 22, como si fuera un talismán. “Sé defenderme”, aseguró. Pero las balas que lo mataron no le dieron siquiera tiempo de alzar el arma.
La cruzada contra el crimen
Su lucha frontal comenzó con otro crimen: el del auditor del Banco Central, Pedro Cedeño Solórzano. El funcionario investigaba falsas cooperativas cafetaleras que se apropiaban del dinero estatal para enriquecer a mafias de cuello blanco.
Toscano empezó a escribir. Y en sus columnas emergió un nombre: Ángel García Macías, alias “Cartucho”, líder de La Cartuchera, la primera banda urbana de Manta. Toscano lo acusó públicamente de sembrar violencia en la ciudad: robos de carros, extorsiones, microtráfico y crímenes.
El origen de la historia era aún más turbio. Cartucho había abandonado la Universidad Técnica de Manabí, donde reinaba Macario Briones, conocido como “Don Maca”. Era él quien decidía hasta si una hoja debía caer en el campus. Tras una disputa, Briones lo echó. García Macías se instaló en Manta, donde se convirtió en una figura temida. Toscano lo enfrentó con palabras. Cartucho respondió con plomo.
El criminal lo amenazó de muerte, y aun así, Toscano no dejó de escribir sobre La Cartuchera. Hasta que Cartucho decidió matar a la verdad. Ese domingo 4 de diciembre de 1983, mientras estaba en el parque con su familia, Toscano conversaba con su amigo Richard Briones. Y pronto el asesino llegó por detrás y disparó cuatro veces contra el periodista.
Desde la clandestinidad, Cartucho envió una carta a una radio de Guayaquil: “Le dije que no se metiera conmigo… Me dijo que él no me tenía miedo y ya ven lo que pasó: se fue a hacerle reportajes a Don Sata”.
La ciudad quedó en shock. Toscano fue velado en Manta y enterrado en Quito. Pero su asesinato fue demasiado brutal para ser ignorado. La violencia dejó de ser estadística. Se volvió rostro. Nombre. Sangre. El país miró hacia Manta. La presión fue tan intensa que el gobierno actuó. El 14 de enero de 1984, poco más de un mes después del crimen, Cartucho fue abatido.
La última columna de Héctor Toscano
En su último artículo, publicado en El Mercurio y titulado “Señor… líbranos de la justicia”, Héctor Toscano escribió: “Morir de repente bajo el fuego imprevisto de armas asesinas y asalariadas ya es cosa común en Manta. A tal punto que ya nadie se admira de los asesinatos…”. Y continuaba: “Los ciudadanos pagamos impuestos en cada paso que damos… para obtener protección, que, como vemos, tampoco la tenemos”.
Esas líneas, leídas hoy, suenan a profecía. Toscano fue un periodista que se negó a mirar hacia otro lado. Que eligió llamar a las cosas por su nombre. Que pagó con su vida por hacerlo.
