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Víctor dice que lleva cuatro horas sin saber de su madre. Y eso es mucho, tomando  en cuenta  que llegó grave.
La ingresaron en la mañana del miércoles al hospital del IESS en Manta.
Ya eran  las dos y cuarenta de la tarde y no le habían dicho cómo seguía.
Víctor está atento y mira alrededor como quien quiere asegurarse de algo.
Dice que cada media hora o menos, un enfermero sale del área de emergencias a buscar a los familiares de los pacientes y grita sus nombres. Y él espera que digan el de su madre.
El enfermero aparece, pero no llaman a ningún familiar de Catalina Véliz, madre de Víctor Vinces, quien descansaba en una banca y se puso de pie para escuchar cada nombre.
“Nada, qué será de mi mamá”, dice y se calla, se frota los ojos enrojecidos de llorar, después vuelve a hablar. “La teníamos en casa, pero ya  le faltaba el oxígeno. No le veía mejoría. Por eso la trajimos hoy al hospital. Acá la ingresaron y solo nos dijeron que esperemos y que tengamos fe”, expresa.
Lo que Víctor y muchas personas en el hospital llaman fe, es una espera infinita.
Es quedarse horas en los exteriores del hospital; en las bancas, dormir allí, llorar allí. Recibir en ese lugar la noticia de que tu familiar sigue vivo o no.
Esperar y no cansarse de hacerlo. Esperar, por ejemplo, que alguien muera, dice Víctor, apenado con la mirada al suelo.
“A mi mamá la ingresaron, pero dijeron que estaría en emergencias porque no había camas en cuidados intensivos. Que había que esperar que se desocupara alguna para ingresarla. ¿Y qué es eso?, sino esperar que alguien muera o se recupere, lo cual es muy difícil”, expresa.
Cada día, un promedio de  siete a nueve personas mueren en el hospital del IESS. Las cifras no salieron de los directivos del hospital, allí pocas veces dan entrevistas. Las cifras son de una de las funerarias ubicadas al frente.
Al día venden entre siete a nueve ataúdes para los fallecidos con COVID, pero a ellos tampoco les gusta dar entrevistas. Así que solo dicen eso , siete a nueve muertos por día. Nada más.  

Las recetas y el midazolan. La tarde es calurosa. Los familiares de los pacientes huyen del sol y se refugian en las sombras del mismo hospital.  
De pronto sale un guardia del área de emergencias, ya no un enfermero,  y empieza a vocear un nombre.
”Moreira Manuel, familiares de Moreira Manuel”.
Camina  hasta la esquina del hospital, mira a la entrada principal donde hay varias personas acostadas en las bancas y en el suelo con sus mochilas llenas de ropa, sus bandejas de comida, sus caras largas y trasnochadas. Al escuchar al guardia todos estiran sus cuellos y se ponen de pie para  acercarse.
“Familiares de Moreira Manuel, ¿nadie? Bueno, familiares de Intriago Ángel”, indica.
Enseguida una mujer flaca y bajita acude al llamado. Habla con él y le entregan una receta. Inmediatamente sale a las farmacias que están al frente del hospital.  
Camina rápido. Dice que no sabe cuánto gastará, pero generalmente las recetas van de los 40 a 70 dólares.
“Y eso que no me han pedido  las medicinas más caras, esas que son para intubar a los enfermos. Esas casi no hay”, expresa mientras acelera el paso.  
Al frente, la chica de la farmacia, quien prefiere no decir su nombre, comenta que la venta de medicinas para pacientes COVID nunca terminó. Al menos en esa farmacia no.
En octubre o diciembre se vendían menos medicinas, pero nunca dejaron de llegar compradores. Ahora están llegando muchos más y buscan epirefrina, ketamina, medicamentos para intubar, que sí los hay.
Aunque asegura que existe uno muy escaso, el midazolan. Ese es el más requerido, dice la chica de la farmacia.
Es escaso en las farmacias, sin embargo, en redes sociales no. Allí ofrecen las ampollas a 20 o 30 dólares cada una, a pesar de que solo cuestan un dólar con 80 centavos, indica la chica, e insiste, con cara de desconfianza, en que no le pongan el nombre.
“Métase a Facebook, allí están”, expresa.
Y es verdad. Marketplace, el sitio de ventas de Facebook, es una farmacia virtual de midazolan. Los vendedores están en ciudades como Manta, Portoviejo, Montecristi, Machala y Guayaquil.  
Dos de ellos aseguran que las ampollas les sobraron de familiares que fueron intubados, y que por eso ahora las venden. Otro dijo que simplemente compró una caja por precaución, pero necesita dinero y por eso las está ofreciendo.
El por qué tan caras. Simplemente ya no respondieron más. Me dejaron en visto. Suele pasar.

Las despedidas. Víctor Reyes, un taxista de los que ofrecen carreras fuera del hospital del IESS, se lamenta de la situación actual. Comenta que cada día lleva a familiares de personas infectadas del virus y le da pena, señala.  
La gente le cuenta que su familiar está por morir o que lo intubaron y los médicos no le dan esperanzas. Ha visto, incluso, a algunos recibir llamadas para despedirse de su madre o padre antes de que lo intuben.
“Está muriendo mucha gente nuevamente, créame que esto da pena, ver a cada rato a las personas que salen del hospital llorando”, expresa.
Frente a él pasa un vehículo de una funeraria con la canción ‘Amor eterno’ a todo volumen, la canción con la que llevan a los muertos. Atrás, una fila de cinco vehículos, despacio, al ritmo de la música, lento, como llevan a los muertos.
“Si ve, eso es lo que le digo, esto es un desfile de muertos, pero la gente no hace conciencia. Todos esos que usted ve allá tienen familiares con coronavirus o tienen coronavirus. Solo que no ingresan porque adentro está todo lleno”, expresa mientras  señala a un grupo de personas que están afuera del área de Emergencias.
Allí ha vuelto a salir el guardia. Todos se ponen de pie para escuchar los nombres. A unos cuantos metros del lugar, en una banca, Víctor también lo hace, camina un poco hacia Emergencias.
El guardia habla, pero  al parecer no ha nombrado a la  madre de Víctor. Él retorna a la banca y vuelve a sentarse, con fe, en una espera infinita.
Es miércoles, casi cuatro de la tarde. Ya son cinco horas sin ver a mamá.