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El sudor que serpenteaba el rostro de José Chávez se confundía a ratos con sus lágrimas.

Hacía un calor intenso, pero a José nadie lo detenía en la videollamada que le había hecho a su hermano para que, desde Guayaquil, pudiera ver el sepelio del exalcalde Agustín Intriago.

“Se nos va Agustín. No sabes cómo he llorado, ñaño. Estoy adolorido, ñaño”, le decía mientras movía el celular de un lado a otro, buscando los mejores ángulos para que vea cómo no solo él lo llora, sino también la gente de Manta.

El calor es intolerable. El sudor se apelmaza en la nuca de las mujeres que salieron apuradas de los barrios, con solo un moño sosteniéndoles el cabello y vestidas totalmente de negro para despedirse del alcalde.  

El sudor moja el aire, la ropa, las frentes, pero a la gente apenas le importa, y se aguantan incluso hasta que caen desmayados.

Todo es aguantable mientras esperan que inicie el funeral del exalcalde, asesinado el domingo en la tarde mientras estaba en una obra.

El sepelio inició a las once de la mañana, pero desde antes ya era difícil llegar al cementerio Jardines del Edén.  

La gente acudió a despedirlo, y el espacio designado quedó pequeño para recibir tantas flores.

Rosita Saldarriaga, su esposa, aquella mujer frágil, lacerada por el dolor, apenas levantaba el rostro.

Permanecía sentada, aún con el chaleco antibalas y una gorra negra que le hacía sombra a una mirada perdida, a los ojos hinchados de tanto llorar. En verdad le arrancaron el alma.  

Dos días habían pasado hasta ayer desde que lo mataron, y Rosita parecía haber comprendido a través de las lágrimas que debía ser fuerte, es que por momentos parecía serena.

Los amigos y familiares apenas podían estar de pie. El dolor era indescriptible.

Todos llegaron a despedirlo

En el sepelio estaba la señora que vendía comida en el Nuevo Tarqui, el zapatero del Palacio de Justicia, el guardia de La Bahía, la trabajadora sexual de la calle 8, la dirigente barrial que a veces se quedaba sin voz gritando el nombre del alcalde y pidiendo justicia por su muerte.  

Todos se autoconvocaron;  ya restablecidos de la extenuante vigilia del lunes; ya serenos algunos, para darle el adiós al amigo que se les fue.

El ataúd fue colocado encima de un soporte. Allí el otro Agustín, hermano del alcalde, agradeció a la ciudadanía por acompañarlos.

Habló de cuánto admiraba a su hermano, de las lecciones que le dejó en vida, y le dio las gracias en nombre de la ciudad por todo lo que hizo, por llevarlos por el buen camino.  

El ataúd fue acercado al sepulcro y la canción “Mi persona favorita”, de Alejandro Sanz, retumbó en los parlantes.  

Su madre, Ruthy Quijano, se acercó a despedirse, devastada. Sostenida en brazos por dos familiares parecía desvanecerse.

Rosita, la esposa, besó una rosa blanca y la dejó encima del ataúd antes de que este fuera bajado al suelo.
Alejandro Sanz seguía cantando en los parlantes; ahora sonaba “El alma en el aire”.

“Yo quiero el aire que tiene tu alma”, decía la canción. Una palabra que significaba mucho para el alcalde.

“Alma” se llama su hija, el alma fue lo que le arrebataron a su esposa el día que lo asesinaron.

Las sirenas de los Bomberos sonaron fuerte. Por instantes parecía un llanto prolongado.

Las sirenas y su sonido se mezclaba a ratos con la música, los gritos, el llanto de las personas que lanzaban flores blancas al sarcófago, que intentaban tocarlo, aunque sea para sentir que así le estaban diciendo adiós.  

Lo recordaron

Antes de que bajaran el ataúd, proyectaron un documental que le hicieron este año al alcalde. Uno donde hablaba de aquella vez cuando el coronavirus casi le quita la vida.

Allí se habló de todo un poco, pero lo más emotivo, lo que hizo quebrar a la gente, fue el instante en que Agustín Intriago confesó haberle dicho a Rosita: “Si llego a morir, dile a mi hija, dile a Alma, que su padre la amó con locura. Repítele todos los días eso”, decía el alcalde, y una espina parecía ingresar al corazón.

Agustín estaba consciente, y lo dijo en el documental, de que solo había una persona a la que le iba a hacer falta toda la vida, y esa es su hija.

”Para Alma, su papá siempre va a ser su papá”, dijo el alcalde en ese entonces como un augurio de lo que pasaría después, porque bien esas palabras se dijeron en ese tiempo, pero también servían ahora que bajaban su ataúd al sepulcro.

Que lo aplaudían rodeado por sus familiares, de la gente que alguna vez le ofreció un plato de comida en los barrios, de los amigos que no paraban de llorar su partida.

Agustín dijo en el documental como un aviso de lo que pasaría: “Amo a mi hija, pero amo a la ciudad también. Alguien tiene que hacer que esta ciudad avance, que se sostenga, y para eso me eligieron, y aunque suene patriota y de película: aunque me cueste la vida”… y lastimosamente le costó.

Finalmente al ataúd le colocaron una plancha de cemento encima. Una lámina pesada y dura que apenas puede contener el legado de un alcalde que ahora se vuelve infinito, como el plan de trabajo que tenía para su ciudad.