Llegué a Manta con la ilusión de ver, como siempre, una ciudad abierta al mar, llena de encanto, con sabores y paisajes que despiertan la curiosidad de cualquier viajero. Sin embargo, mi primera impresión se vio golpeada por la realidad de siempre: el río entre Tarqui y el centro es, en lugar de un atractivo natural, una herida abierta. Lo que debería ser un cauce de agua limpia, que aporte frescura y vida, se ha transformado en un desagüe a cielo abierto. Y lo peor es que hay cientos de casas en sus orillas.
El agua fluye oscura, con un tono negro que no deja espacio a dudas. El olor es penetrante, casi insoportable, y acompaña cada paso como una advertencia invisible. A las orillas, la basura se acumula sin pudor: bolsas plásticas, restos de comida, desperdicios de todo tipo. También hay alcantarillas que descargan aguas servidas porque ahora no es temporada de lluvias. No es el reflejo que una ciudad que aspira al turismo internacional debería mostrar.
Escuché a algunos habitantes comentar que ese cauce recibe las aguas provenientes de las lagunas de oxidación, es decir, que lo que corre por allí no es más que un sistema de alcantarillado improvisado. Esa explicación, aunque técnica, no es excusa. Lo que fluye no es un río, sino la prueba de un abandono institucional que expone a la ciudadanía a riesgos de salud, al tiempo que degrada la imagen de Manta frente a los visitantes.
El Municipio no puede mirar hacia otro lado. No basta con obras viales, parques o malecones si lo esencial, que es garantizar un entorno sano y seguro, está descuidado. La contaminación del río es un atentado directo contra el derecho al buen vivir de los mantenses y contra el atractivo turístico de la ciudad. Porque nadie quiere fotografiar un río de aguas negras ni sentarse en una playa contaminada.
También debe intervenir el Ministerio del Ambiente porque es su responsabilidad institucional.
Yo volví a mi tierra, con el mal sabor de esta experiencia. Pero quienes los mantenses merecen respirar aire puro, caminar sin taparse la nariz y sentir orgullo de su ciudad. No es un mal de ahora; se ha mantenido por años, pero nadie le busca una solución. La pregunta es: ¿cuánto más se va a esperar para que ese río deje de ser una vergüenza y se convierta en un símbolo de vida?