La reciente aprehensión de seis policías, en un operativo ejecutado en cuatro provincias, por su presunta implicación en la venta de armas de dotación a organizaciones criminales, debe motivar un análisis urgente sobre la integridad de quienes están encargados de proteger a la ciudadanía. El hecho revela un problema estructural que compromete la seguridad nacional.
La infiltración de estructuras del Estado por parte de la delincuencia organizada no es un fenómeno nuevo, pero su avance hacia instituciones clave como la Policía Nacional agrava el panorama. La sospecha constante de que hay uniformados al servicio del crimen no puede seguir siendo parte de la cotidianidad sin que haya consecuencias.
Resulta alarmante que el armamento que debe usarse para combatir al delito termine en manos de quienes lo promueven. La ciudadanía, expuesta y desprotegida, pierde confianza en los cuerpos de seguridad y en el Estado.
Estos operativos, aunque necesarios, no deben ser esporádicos. La depuración interna debe intensificarse y mantenerse como una política permanente, no como una reacción puntual ante escándalos.
El país necesita una fuerza pública depurada, vigilada y comprometida exclusivamente con la ley. Cuidar quién protege a la sociedad es una responsabilidad que no admite postergación.