Alguna vez leí de un autor desconocido que burocracia es “el arte de convertir lo fácil en difícil por medio de lo inútil”.
Y este concepto, que parecería una ironía fina que solo debiera provocar carcajadas y reflexión al mismo tiempo, adquiere vida y alma cuando, por los avatares de la vida, a cualquier mortal le toca empezar un trámite en alguna oficina del gobierno.
Es que para el burócrata —funcionario público encargado de recibir documentos, revisarlos y hacerlos “correr”— tener en sus manos la posibilidad de tomar alguna decisión puede ser la oportunidad de oro, quizás la única, para hacer sentir el peso de su cargo, vestirse de importancia y, con lenguaje enredado ciertas veces y fingido en otras, detener o pausar alguna gestión que se requiere con especial rapidez. Este comportamiento de funcionarios públicos, tan propio de economías en proceso de desarrollo, es una de las razones —ya está admitido universalmente— por las que el progreso aún se lo ve de lejos por estos lares.
Pero si la burocracia del sector público es digna de repudio y rechazo generalizado, la que se puede observar en el sector privado es sencillamente insólita. Es que resulta imposible de creer que una empresa privada que tiene por objeto vender un producto o servicio, captar clientes, atraerlos, fidelizarlos, le ponga trabas para servirlo, para atenderlo, sabiendo que el cliente es el rey, que es el que define en el mediano y largo plazo la prosperidad de una empresa, como decía Sam Walton, fundador de la mayor cadena de supermercados del mundo. Y lo trate tan mal que, finalmente, al comparar la calidad de servicio, el cliente coloque al mismo nivel la empresa privada con pésimo servicio con aquellas instituciones del sector público que se solazan maltratando al usuario.
Es realmente una pena que así ocurra: la empresa privada debe estar colocada en las antípodas de sus similares del sector público porque su eficiencia no solo logra su progreso como negocio, sino que por extensión permite el crecimiento del empleo y de la economía de la región.
Finalmente, el espíritu burocrático, ese deseo de entorpecer la vida de todos, no puede tomarse la justicia. Por el contrario, debe ser ágil, expedita, ahora más que nunca, para que la sociedad sobreviva y evite dejar escapar al que delinque por alguna formalidad incumplida.