“El escritor había puesto el punto final a esa historia: la chica sería devorada.

 Despertó sola en la arena, semidesnuda, con un pañuelo amarrando en el pelo. El mar estaba furioso. Ella asomó la cabeza al agua, le pareció flotar, pero el cuerpo seguía echado en la arena. Pronto se dio cuenta que sus piernas carecían de fuerza. Entonces se arrastró. Sus brazos la llevaron hasta la sombra de unos árboles. Le pareció ver a alguien. Efectivamente, ahí estaba el escritor. Él ya había puesto el punto final a esa historia: la chica sería devorada por un caníbal. Sus labios serían destrozados y la sangre correría hasta el agua. La espuma se convertiría en vino, y el sol y sus rayos harían una fiesta. Ella lo miró con ternura y agradecimiento, la invadió una especie de excitación ser comida, pedazo a pedazo, en una isla desierta, sin duda se convertiría en lo más emocionante de su vida. El escritor la había salvado. Dijo entonces, que venga el caníbal, y el caníbal apareció, la olió, lamió su piel, tocó su sexo, tardó dos días en comérsela. Finalmente sus despojos corrieron al mar.