En países del primer mundo tiene límites que se observan rigurosamente. En los nuestros, aunque conceptualmente es igual, los límites son líneas débiles que se rompen, son muros que se saltan con cualquier argucia. En el tercer mundo, por tanto, no es algo que agrada compartirlo porque quien lo disfruta se cree investido de la capacidad para otorgar o negar a su conveniencia todo lo que emana del poder.
En ocasiones han existido gobernantes tan extravagantes que piensan que tienen algo de divino que les permite hacer cualquier cosa. En este contexto, la descentralización apunta precisamente a cercenar, mutilar, ese poder y por eso, repito, no es nada fácil pero es, pese a todo, lo más rápido. Es una etapa que hay que recorrer.
Si lo dicho es cierto, en la asamblea se podría trabajar en legislación que transfiera, por ejemplo, directamente los recursos a lo que tienen derecho los gobiernos seccionales. No es posible que los alcaldes y prefectos pasen buena parte de su tiempo gestionando que les entreguen sus propios recursos, que se transformen en elegantes mendigos atrás de un bocado. Y claro, lo tienen que hacer porque el sistema está concebido así, pero también porque los gobiernos no tienen los recursos. Y no lo tienen por una costumbre que viene de décadas y que aún, no obstante el adelanto tecnológico, perdura: gastan más de sus ingresos y consecuentemente viven en déficits.
Parece que los gobiernos de todos los niveles son gastadores por naturaleza, son gigantes con permanente hambre . Por supuesto que los déficits no son exclusivos de países del tercer mundo. EE.UU. es el país más endeudado del planeta. Pero la diferencia está en que también es la economía más grande del mundo y su capacidad para generar riqueza es inmensa y puede pagar sus deudas.
Entonces, si tenemos gobiernos con déficits constantes, que vive prestando, lo mejor es “arrebatarles” parte del dinero para que los gobiernos seccionales cumplan.