Así se ve, así se siente, el accionar de grupos reducidos que por años han destruido parte de la historia y patrimonio cultural de Manabí y Ecuador, yendo incluso en contra de la Carta Magna, cuando ésta dedica el Capítulo Séptimo “Derechos de la Naturaleza” desde el Art. 71 hasta el 74, a la protección, uso responsable, derecho a la restauración y responsabilidad con la Pacha Mama.
Este accionar, contrario a lo establecido, es que nos convierte en un país de nadie, donde el interés económico prima sobre la naturaleza y la vida, donde la piedra, arena y ripio que se genera en estos espacios de devastación valen más que la historia. Esta misma historia que ahora escriben es la que los juzgará mañana, no solo a los canteros, volqueteros y propietarios, sino a todos aquellos que han callado ante el uso y abuso de los cerros.
La visión de corto plazo, el hambre de riqueza, limita cualquier acción que se pretenda tomar para convertir a los cerros en un destino turístico arqueológico de importancia mundial. Se vive en la incertidumbre de no saber si una de las tantas explosiones que se generan, para conseguir más piedra y menos historia, termine afectando definitivamente el patrimonio cultural.
La actividad minera en el sitio de interés no es un modelo de gestión sostenible, no preserva la naturaleza y mucho menos crea un ambiente sano para vivir. Las explosiones, el polvo y el ruido generado por la maquinaria afectan significativamente el anhelado buen vivir de la población local y las especies de flora y fauna del área, convirtiendo el Sumak Kawsay en un derecho de todos, pero que pocos alcanzan.
Parte de los cerros ha sido declarada área protegida; el problema es que sólo una parte lo es. Se debe motivar una normativa que prohíba totalmente procesos extractivistas en el área, y que el daño ocasionado e irreversible sea, al menos, repuesto en una parte, con inversión económica de los destructores.