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Bravo por esos soplos conciliadores
Bravo por esos soplos conciliadores
Por: Víctor Corcoba Herrero

Domingo 21 Abril 2019 | 04:00

Reconozco que me entusiasman los espíritus vigilantes, aquellos que están en vela permanente, dispuestos a luchar sin miedo alguno por poner calma allá donde la violación y la barbarie agitan los corazones más sensibles e inocentes, o allende donde la libertad se encarcela y la estupidez nos halaga, con la toxicidad de un lenguaje que todo lo falsea, mediante una desbordante necedad de veneración hacia fetiches e ídolos que lo único que hacen es suavemente tomar posesión de nuestra buena disposición, robarnos el corazón y dividirnos en suma.

Precisamente, la carga no se alivia activando las armas, sino fomentando los encuentros, en lugar de exterminar al enemigo. Hemos de saber que la enemistad lo único que hace es separarnos, levantar muros, excluirnos unos a otros, construir barreras que nos impiden hermanarnos y armonizarnos. Por eso, es importante cambiar de actitudes, transformarnos en ciudadanos del orbe, capaces de prestar auxilio siempre, pues la mejor invitación es la de ser clemente para poder conciliar diversidades y aminorar conflictos, reconciliando divergencias, a veces hasta consigo mismo.
En consecuencia, nos corresponde a cada cual abrirnos a los demás y no ser prisioneros de ese mal que podemos generar. Desde luego, la humanidad en su conjunto, pero además cada individuo en su fuero interno, ha de vencer la actual hipocresía mundana e interrogarse sobre si uno siembra armonía u hostilidad.
Indudablemente, el más efectivo alivio pacificador radica en ser gentes de concordia, en no cosechar cizaña, en parar todas las luchas. Téngase en cuenta que lo único que activan estas operaciones es la destrucción de nuestro propio espíritu humanístico.
A propósito, la Alta Comisionada para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, dijo recientemente estar impresionada de la situación en México: “Sabía de la violencia, pero no tenía impresión de la dimensión”; afirmando, posteriormente, que “sin seguridad no hay derechos humanos, pero sin derechos humanos tampoco hay seguridad”. 
Por desgracia, aún nos agitamos más por nuestras haciendas que por actuar con sensatez y sentido común. Ojalá utilizáramos la palabra en su lucidez más poética para aproximarnos y entendernos. ¡Ay los vicios humanos! Jamás utilicemos un vocablo que nos fragmente, nunca, de ningún modo una voz que nos lleve a la guerra, tampoco esparzamos chismes. 
Al respecto, también el Papa Francisco ha dicho en reiteradas situaciones sobre las habladurías que, frecuentemente, tenemos que mordernos la lengua, porque “quien critica es como un terrorista que lanza una bomba y se marcha, destruye: con la lengua se demuele, no se construye la paz. Pero es astuto, ¿eh? No es un terrorista suicida; no, no, él se protege bien”. Claro, y en ocasiones, todavía se lava las manos para que no quede resto alguno. Bravo, pues, por esos alientos conciliadores que están ahí, en cualquier esquina, serenando los ánimos, haciendo camino, creciendo humanamente para que todos colaboremos en este sueño del amor incondicional, de la entrega generosa, hasta verse en el otro que nos mira.
 
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