Lo ideal es que el Estado se desprenda de empresas ineficientes, que representan pérdidas y cuya operación demanda recursos que bien pudieran destinarse a cubrir parte de las necesidades de la población. También, que deje a un lado su papel de empresario y cese de competir con las instituciones de tipo privado en áreas como aviación, comunicaciones, fabricación de prendas, seguros, entre otras. Además, que disminuya su nómina sin que eso represente la pérdida de plazas de trabajo.

Es lógico que deba seguir manejando las empresas que, por mandato legal, le correspondan, como por ejemplo la dotación de agua potable que debe ser administrada por los municipios. Pero, aun en estos casos, debería exigirse eficiencia y rendimiento para que no se conviertan en un peso para el presupuesto fiscal.

El Estado ha demostrado ser un mal administrador. Ni siquiera los monopolios como los de las áreas de electricidad y agua potable han sido bien manejados. La politización y un pésimo sentido de gestión de la cosa pública han llevado a la debacle a estas empresas.

Grupos opositores, claramente identificados con la tendencia estatista y con organizaciones que temen perder fuerza en el sector público han atacado el anuncio de concesionar empresas públicas. Es hora de que reflexionen sobre las conveniencias de la privatización y la concesión de este tipo de instituciones que son un peso en el aparato estatal.