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Portoviejo
Vivir en lo alto no es vivir con altura

Arriba de sus casas domina una arboleda de ceibos enormes que recuerda cómo eran esos cerros hace más de 50 años.

Martes 25 Septiembre 2018 | 11:00

 La necesidad de tener algo propio llevó a los Briones a subir tantos metros al nivel del mar, armar sus ramaditas y esperar a que las autoridades los tomaran en cuenta, sobre todo con el agua potable, tan escasa por esos lares. Lo de la luz lo solucionaron con cables amarrados clandestinamente de alguna fuente de energía, aunque algunos, como señal de “progreso”, ya tienen medidor.

Mauricio Briones ahora está desempleado y tiene la oportunidad de comentar las estrecheces que comparte con sus vecinos, la mayoría también de apellido Briones.
“Lo que más necesitamos es el agua, porque aquí habemos muchas familias que no tenemos. Hay muchos niños”, se queja el hombre, con la vista puesta sobre un mosaico de techos de zinc oxidados que parecen toparse con la gran ciudad que se avista en lontananza.
Asegura, sentado en esas escaleras hechas con adoquines enterrados y restos de cemento, que para tener agua deben poner bombas cada cierto tramo de manera que el líquido no pierda fuerza y llegue a sus casas con algo de ánimo.
Desde abajo es poco lo que se puede intuir o sospechar sobre lo que acontece en las alturas. Los carros solo pueden llegar hasta cierto nivel porque las vías se estrechan y se vuelven trillos veraneros a los que hay transitar a pie y con suficientes reservas de oxígeno en los pulmones.
Así es la vida. Desde un balcón de madera en donde el viento se hace el bravo, Patricia Arreaga, cuenta que la vida transcurre entre muchas necesidades, pero en la tarde, sobre todo las mujeres, se dan tiempo para jugar bingo.
“Se arman las mesitas aquí mismo y a jugar se ha dicho”, cuenta la joven mujer, asidua jugadora, quien agrega que por lo que se juega es arroz, aceite, atún, azúcar, sal, lo que hace más falta allá arriba.
Los hombres salen muy temprano a laborar en lo que haya -muchos son albañiles o comerciantes- y regresan en la noche, cuando el cielo parece estar al alcance de la mano con todas sus estrellas.
Los fines de semana -asegura Mauricio- una cancha de polvo les sirve para matar al aburrimiento con unas partidas de volley entre vecinos. 
No hay más qué hacer. 
Los habitantes de la colina de Andrés de Vera -una de las tantas que se prolongan a lo largo de un horizonte zigzagueante- viven casi como en el campo; no les faltan las gallinas, los frutos de los árboles cercanos y de otros cultivos que la tierra generosamente les da. 
Con eso compensan las carencias propias del mal tiempo.
“No hay trabajo y si hay, no dura mucho tiempo”.
Quien habla así es José Vera, un joven descamisado que habita en uno de esos callejones de los que solo ellos saben entrar y salir. Su acceso es complicado porque no hay calles o callejones, sino entradas angostas de las que no se sabe si son firmes o no. 
Él sabe que está en una zona de riesgo, que todos los inviernos tientan a la muerte, pero no tiene otra opción que vivir en esas alturas en donde lo que menos hay es seguridad. Un muro de gaviones, interpuesto entre una zona poblada y otra, confirma que se trata de un lugar peligroso, poco apto para vivir. Pero de poco sirve.
Los niños ya lo entendieron -han sido advertidos- y por eso limitan sus pasos al patio de sus casas, en donde no hay mucho que digamos pero, ya se sabe, la infancia se las vale para ser feliz con fierros, palos y hasta piedras. 
Los perros, flacos y de mal aspecto, son los únicos que parecen estar a gusto bajo las endebles casas. Echados, ni siquiera ladran ante los extraños. 
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