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Curiosidad
Un hombre feliz entre los muertos

La muerte de su abuela materna fue el inicio de una costumbre que, más que macabra, revela un amor incondicional.

Jueves 16 Agosto 2018 | 11:00

 Deambular en medio de tumbas y osamentas escondidas, de lápidas y flores, de cruces y otras señas inequívocas de los que ya no están parece no ser del todo una invitación al gozo. Y menos hacerlo a diario desde hace 28 años, con solo 3 días de ausencia a causa de una enfermedad.

Quien lo hace dista mucho de estar enajenado o de ser guardián del camposanto; quien lo hace es un economista titulado, columnista de un diario, periodista de radio y hasta poeta con una canción dedicada a Crucita ‘La Bella’; quien lo hace solo sonríe cuando le preguntan si toda esa rutina es una cosa de locos.
Jaime Enrique Vélez viste sencillo, pero piensa elegante. Tiene una formación de la cual presume y hace gala cuando habla. Y si se trata de él y sus costumbres, mucho más.
Es viernes y, como a las 11 de la mañana, se acerca al cementerio general de la ciudad a rendir cuentas de su extraña fidelidad al lugar y a sus seres queridos, en especial a la mujer que, asegura, le debe su toda formación espiritual: su abuela materna...
“Yo me crié frente al cementerio. Como siempre digo, ese fue el patio trasero nuestro, parte de nuestros juegos infantiles transcurrieron allí”, recuerda Vélez, quien se moviliza en una bicicleta a todos lados, vehículo con el que cruza la ciudad de lado a lado.
El día. El 14 de febrero de 1990, Día del Amor, se le transformó a Vélez en el día del dolor porque ese día Rosa Amelia Molina Huerta, su abuela y su todo, pasó a mejor vida.
Cuando habla de ella hace pausas, como si no quisiera decir algo inoportuno, como si fuera una manera de honrar su memoria.
“Ya había egresado de la universidad cuando ella murió. Se me hacía facilito visitarla. Allí conversaba con ella, le lloraba y lo que fue una costumbre pasajera se me hizo, por decirlo de alguna forma, un vicio”, cuenta este hombre que se jacta de que sus tumbas -también tiene a su madre y a un hermano allí- no tienen una sola pizca de polvo. Pasa la mano sobre las bóvedas y sus dedos confirman lo dicho.
A tanto llegó su amor por el ser querido que, cuando viajaba por sus obligaciones laborales -fue funcionario público-, veía la manera de no faltar; llegaba a cualquier hora al camposanto y, cierta vez, incluso, estuvo a punto de ser disparado por un guardia porque llegó ya muy de noche.
“Tuve que decirle no dispare, que soy el economista”.
En otra ocasión fue víctima de un asalto con pistola del que salió ileso “gracias a la ayuda de Dios y la Virgen”.
Merced a este diario deambular por la ciudad blanca, ha adquirido un conocimiento casi total de sus muertos y de sus recovecos. Sabe cuál es la tumba más antigua, identifica a alcaldes, educadores, ministros y a sus amigos, a los cuales ha visto irse poco a poco y dejarlo solo, envuelto en sus recuerdos.
En cierta ocasión hasta le propusieron ser administrador del cementerio, pero se negó por sus ocupaciones particulares.
Antes de echar un último vistazo a sus tumbas queridas, dice: “los muertos no hacen nada, están tranquilos, no causan daño; los vivos sí. Y mucho”.
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