Tenía el rostro de un herido de muerte. Desde cualquier ángulo, su cara era una pintura de trazos perfectos y al detalle del dolor infinito.
Tan perfecta era la pintura, que mirar su cara era contemplar, desde privilegiado lugar, la del sentenciado de siglos pasados aquel que caminaba torpe y lentamente con cadenas de hierro enredadas en cintura y que con mirada perdida se dirigía al cadalso sabiendo que su vida estaba a punto de extinguirse. No disimuló el dolor pero tampoco, para ser realista, lo expresó desinhibidamente. Lo que reflejó, en realidad, fue un sufrimiento, un suplicio sin medida y sin límite pero muy profundo. Su cara, como dije, era un aviso de una muerte lenta pero de una vida, porque por dentro - donde no podemos ver solo imaginar - moría otra vez, como si tuviera y viviera dos vidas al mismo tiempo que sin querer, las veíamos apagarse ¡las dos! simultáneamente, en un espectáculo no programado para nadie.
Cada palabra de la jueza era un estilete o un bisturí - de aquellos usados para incisiones profundas - lanzado a su cuerpo. Viajaban al blanco con rapidez, fuerza y con intervalos de segundos. Prácticamente era como un juego de tiro al blanco con la diferencia que en este caso no había posibilidad alguna de errar. Así debe haber pensado. Al principio los impactos le producían un dolor soportable pero pronto pudo darse cuenta que en la medida que llegaban más palabras transformadas en filosos estiletes, su dolor se multiplicaba. Y en ese momento ya no pudo disimular y lo expresó con muecas y gestos que eran proporcionales al número: más palabras es decir más estiletes, más muecas. No podía creer lo que veía y oía. Los lanzamientos no paraban ni tenían pausa y los sintió interminables igual como se sienten los segundos de un terremoto que parecen horas. En silencio, mirando al piso, a veces, y en otras mirando sin ver, parecía reflexionar en el poder que tuvo.
En efecto, ese descomunal poder que en su momento disfrutó y que le permitió hacer lo que quiso, fue una antorcha gigante que le permitió ver todo. Y fue precisamente esa misma luz la que lo cegó. ¿Será por esa ceguera que se creyó intocable? ¿Pensó que tendría toda la vida el poder? ¿Que nadie osaría mirar sus gastos? ¿Que nadie se atrevería a preguntar lo que hizo, cómo lo hizo, con cuánto lo hizo y por qué lo hizo? Seguro que no estaba en sus planes. Hoy ya no tiene poder, es un común mortal, como antes lo fue, claro que mientras estuvo en funciones creyó que no lo era y ese fue un craso error que provocó finalmente su estrepitosa caída. Ahora la justicia se encargará de recordárselo.
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