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Crucita
Entre Mery y el mar no hay secretos...

En Crucita su nombre es familiar para cualquiera, porque no cualquiera hace lo que ella : salir todos los días a pescar en altamar.

Jueves 19 Julio 2018 | 10:00

La sonrisa de Mery Alcívar no cabe en una foto; cuando tensa sus labios, casi por cualquier cosa, se entiende por qué el terremoto la respetó y la dejó en pie, para que completara las páginas de su vida, sin dejar ninguna pendiente.

Su esposo, Francisco, sufre de diabetes desde hace 17 años y ella, desde hace 7, padece de cirrosis. 
El único consuelo que le queda es el mar, el único que la hace feliz, el único que, cuando se la lleva hacia dentro, la invita a quedarse un rato más, hasta que salgan las estrellas.
“Yo busco refugio en el mar, cuando tengo problemas salgo a pescar y se me pasa”, indica Mery, mientras anuda una malla que ha sido dañada por “cangrejitas” el día anterior.
“Estamos en época de quiebre, es decir, que el mar está más calmado, así que no hay peligro”, murmura Mery, junto a la panga “María Mercedes Guadalupe”, los nombres de sus tres hijas.
La embarcación, sobre la arena, es puesta sobre unas boyas redondas que la llevan al agua. El viento aún no dice nada. Un oleaje espumoso, de mínimo impacto, remoja los filos de los pies y un poco más.
>la salida. Son las 4 de la tarde, hora “de elevar anclas”. El motor Yamaha demuestra para qué sirve y panga y tripulación le dan las espaldas a Crucita, ‘La Bella’, con una playa silenciosa. Marido y mujer meten la mano al agua y se persignan mirando hacia atrás la capilla de la Virgen de Guadalupe, su patrona.
Dándose de pecho contra el agua inquieta, la panga se adentra al mar. Mery echa la mirada a lo lejos y dice algo así como que “la fe es todo, si no cómo”.
Sus palabras parecen de una joven de quince; tienen melodía propia y una cadencia similar a la de las olas que, a esa hora, han crecido en prepotencia.
Francisco no halla mejor manera para presentarse que decir que ha andado por el mar desde que era muy joven, que anduvo por la frontera con Colombia, luchando contra cruentos y ávidos piratas.
A los 30 minutos de recorrido, el motor entra en reposo.  Es  hora de desenrollar la malla camaronera: son casi 2.000 metros a los que el peso de pequeños plomos los meterá bajo el agua más de dos horas, con la ilusión de que el mayor número de camarones haga un alto obligatorio allí. 
El cielo ha comenzado a oscurecerse y el mar lo remeda; los cuerpos también se oscurecen, aunque los de Mery y Francisco lucen tensos por el esfuerzo que realizan. Más malla al agua, sin descanso. 
Al cabo de una hora, el madejo abultado se termina y toca “hacer tiempo”, como dice Mery. Lo conveniente es esperar lo más que se pueda porque aunque los precios no están tan malos ($ 5,80 por la libra de camarón blanco y $ 4,90 por el café), lo malo es que se coge poco, casi nada, a veces tan solo para comer.  
Por un momento marido y mujer se quedan en silencio, como si estuvieran haciendo un balance de todo aquello que han vivido juntos, ya en el mar, ya en tierra firme, ya en todo.
Son las siete de la noche y un manojo de estrellas puebla el celaje nocturno. Hay que iniciar “la alzada” para ver qué hay.
Los pescadores halan la malla con mucho esfuerzo y comienzan a salir los primeros -y los últimos- camarones, uno que otro camotillo y jaibas. Es todo.
Son aproximadamente 3 libras de camarón (17,40 dolares) que apenas sí alcanzarán para medio comer. Los peces están muy chicos como para venderlos.
La decepción se apropia de sus rostros, que apenas se intuyen. El mar faltó a su palabra y toca regresar a casa con poco, a pensar en el otro día, a no descuidar la fe, a sonreír como solo Mery lo sabe hacer.
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