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Los clientes indeseables

La petición le llegó en el momento del sexo y Magdalena confundió el asco de aquellas palabras con el que le provocaba el cliente.

Domingo 15 Julio 2018 | 10:00

“Ay, mijita... me recuerdas a mi hija;  dime papi, vamos, dime papi”. 

En ese instante el hombre gemía encima suyo y ella lo empujó con ambas manos, como quitándose un peso no solo del cuerpo, sino del alma. 
-Eres un puerco,  estás loco, cómo vas a decirme eso-.
-Tranquila- le contestó el cliente: gordo, sudoroso y con aliento a letrina.
-Es que tengo fantasías con mi hija, y me imaginé con ella. Solo sígueme la corriente, por eso te pago, gime como niña, hazlo-.  
A Magdalena se le vino de pronto el instinto de madre. Pensó en sus hijas, sintió asco, rabia y empezó a buscar su ropa para salir del cuarto de hotel.
-Pero no puedes tener fantasías con tu hija, eso está mal, eso es torcido –respondió mientras se vestía.
-Tú qué sabes, tampoco soy el único, además no la he tocado, es una fantasía, nada más-.
El cliente empezó a vestirse, le lanzó diez dólares en la cama y salió del cuarto insultando.
-Prostituta de m..., venir a juzgarme a mí -. 
Hizo una pausa. Inhaló, cogió aire. Magdalena también lo hizo justo en esta parte de la historia. Quedó en silencio por un rato. Dejó escapar un par de lágrimas y luego comentó.
“Da coraje recordar eso, la gente cree que esto es fácil, pero no es así, nosotras tratamos con todo tipo de locos, depravados, y lo peor es que hay que seguir haciéndolo. Yo lo decidí así. Me pregunté a dónde iría ese tipo si yo no lo complacía. Tal vez buscaría a su hija y abusaría de ella, entonces decidí hacer algo”.
El cliente bajaba las escaleras del hotel y Magdalena le gritó desde el cuarto.
-Ven, regresa, vamos a terminar esto. Ven, igual ya pagaste-.
Magdalena desnudó su cuerpo nuevamente, se acostó en la cama de espaldas, cerró los ojos y repetía en su mente la frase que dijo la primera vez que se acostó con alguien por dinero: “Esto no está pasando, Magdalena, no está pasando”.
 
Su vida. Mucho antes de estar en ese cuarto y de acostarse con alguien que le da asco, de pararse en las esquinas a esperar clientes; antes de prostituirse en Europa, tener un aborto y decidir entregar su vida a Dios, Magdalena nació en Chone, provincia de Manabí, en 1978, y no tuvo adolescencia, fue madre a los 14 años. 
Se enamoró como “tonta”; entregada, sumisa, embobada, “tonta al fin”, cuenta. 
“Como quien nunca había visto a un hombre”.
Dice, y se amarga por eso.Él tenía 24 años, ella 13. Una muchachita pequeña, frágil, pero curiosa. 
Enseguida salió embarazada y tres años después vino la otra hija. Él la abandonó por otra mujer.
Tenía 17 años. Entonces decidió viajar a “las Europa”. Un amigo homosexual le preparó los papeles como si fuera mayor de edad y la puso en un avión a Francia.  Estuvo por casi dos años hasta que pagó los 2 mil dólares del pasaje y luego viajó a Holanda. Aprendió el idioma del país porque estuvo cinco años y necesitaba comunicarse.
En Francia en cambio solo supo lo básico del  lenguaje: “Peu” (poquito), dice. Lo que le pedía el oficio. Penis (Pene) o vagin (vagina), Salut (hola), adieu (adiós).
Regresó a Ecuador, tuvo una hija y volvió de nuevo a Europa para después terminar en Chile, en el mismo camino, fiel al oficio.    
 
Otro cliente. Magdalena viste un ajustado vestido que destaca sus caderas anchas.  
Escote profundo, tacos negros de cinco centímetros, pulseras en el brazo derecho, aretes largos de fantasía, y perfume a fresa.
Un hombre pasa a su lado    y mira su trasero como con ganas de tocarlo. Tiene 60 años más o menos; pocas canas y muchas ganas. Es casi mediodía, hace un calor de perros, pero no se ven perros, solo comerciantes, prostitutas en una esquina y el hombre que no deja de pasar una y otra vez mirándole el trasero a Magdalena. 
-Qué clase de cliente creas que sea él- pregunto. 
-Se ve normal. No creo que sea de los que me piden que me haga pasar por su hija o hermana. Los que buscan esas cosas, tienen caras de pendejos. Parecen que no hicieran nada, pero te piden de todo-.
Dice y sitúa su memoria en un uno de esos casos: Manta, dos meses atrás, en algún hotel del centro de la ciudad. 
Magdalena está con un cliente. El cuarto es pequeño, hay humedad en el baño, paredes corroídas, olor a desinfectante de piso. Todo eso por cuatro de los diez dólares que cobra. 
Su cliente es flaco, rostro lánguido y no habla mucho. Aún así, en lo poco que dice es muy directo. 
-Te voy a ocupar porque tú si que te pareces a mi hermana, de espaldas eres igualita-
Otro más, pensó Magdalena. El quinto o sexto en este año que le habla de sus fantasías familiares. 
- ¿Y tú le tienes ganas a tu hermana?- preguntó, esta vez ya sin asombro. 
-Claro, si yo la veo mientras se baña y me masturbo, pero no me atrevo a decirle nada. Cada vez que la veo, salgo a buscar prostitutas en la calle o en prostíbulos, por eso estoy aquí contigo, te vi de espaldas y eres igualita- 
Nuevamente vino a su cabeza la idea de la primera vez, pero estaba preparada, acostumbrada si se podría decir.
Se quitó la ropa, abrió su cuerpo y bloqueó su cerebro.
Tuvieron sexo y después ella le pidió que cada vez que sintiera ese instinto de estar con su hermana regresara a buscarla. 
No importa que no tenga dinero, después le podía pagar. 
-Es mejor eso, a que le haga algo a esa pobre chica-. 
 
Trastornos.   Cuando un hombre con trastornos sexuales pierde el sentido de conciencia abusa de sus hijos, viola a una hermana o cualquier mujer. 
Los clientes de Magdalena aún tienen ese grado de conciencia que les impide hacerlo, explica la psicóloga Elizabeth Murillo.
“El mismo hecho de que la busquen quiere decir que aún tienen sensibilidad y esa perturbación la canalizan a través de una trabajadora sexual”
Ahora, hay que dividir dos casos en este tema, señala la especialista. 
Dice que lo que pasa con el hombre que tiene deseos con su hija puede llegar en cualquier momento a un abuso sexual y eso es un delito.  
Pero lo que sucede con el otro, él que observa a su hermana en el baño, moralmente no está bien, pero no es delito. Salvo que intente abusar de ella.
“También hay que ver  cómo se dio la dinámica familiar, es decir si hubo lazo afectivo. Puede ser que hayan sido separados desde pequeños  y se reencontraron años después  siendo adultos; entonces sanguineamente hay un lazo, pero afectivamente no. Son muchos los factores de análisis”, resume.
En ambos casos, de concretarse, se los conoce como incesto, relaciones sexuales entre familiares cercanos.  
En Ecuador no existe como delito, es solo un agravante legal. Se lo registra en casos de abuso sexual, acoso o violación, y la pena para el agresor es más severa si es parte del “núcleo familiar de la víctima”. 
“Hay mucho análisis aquí y hay que estudiar bien al sujeto para emitir un comentario certero de su situación psicológica, ya que hay cosas que no pueden quedar claras”, expresa.  
Lo que sí está claro es la desvalorización que tienen las trabajadoras sexuales, ya que se las ve como objetos, indica la psicóloga.   
“Estos hombres les ponen  precio a ellas y tienen la libertad de contar lo que les pasa sin tener miedo de ser cuestionados”, explica. 
Ahora, la reacción de Magdalena demuestra que las trabajadoras sexuales son mucho más que un cuerpo, agrega.
Detrás de cada una de ellas hay una historia y  hay familias.
“Pensar que ella se acuesta con alguien, más allá del dinero, sólo demuestra que se preocupa por los demás y trata de ayudar”.
 
El castigo.  Cuenta la Biblia que la ira de Dios cayó sobre Sodoma y Gomorra por sus pecados sexuales, especialmente el sexo entre hombres. 
Magdalena dice que lo mismo va a suceder en este mundo, porque la situación es insoportable. 
-Hay padres que violan a sus hijas, violaciones en escuelas, en los barrios, ya  no hay seguridad en ningún lado. Hay gente loca- expresa y luego analiza lo que hacen las de su oficio para hacer que esa gente loca se contenga. -Parece mentira, pero nosotras ayudamos harto. Si así con nuestros servicios en la calle hay hartas violaciones, qué pasaría si no estuviéramos para saciar a estos locos- comenta  y cruza los brazos mientras recuerda a otro cliente para argumentar su tesis.
Lo ha visto un par de veces, la última hace tres meses.  
Él se acordó de ella, pero ella de él no. 
De entrada le dijo que había regresado a buscarla porque llegó su mujer a la casa y no puede tener sexo con su hija. 
-Te acuestas con tu hija - expresó Magdalena con asombro.  
-Sí, desde hace años- respondió el hombre. 
-Y qué edad tiene ella- replicó .
- 21 años, tenemos una relación desde que tenía 18-
-Tú eres un loco, tienes perturbada la mente- contestó Magdalena y hace una 
pausa para hacer un análisis.  
-Uno es madre, sabe. Y esto hace que se despeluque el cuerpo. Ya uno se acuesta con ellos porque necesita la plata-  
-Y no piensas dejar este oficio- le digo.
-Sí, en unos cinco años, luego me dedicaré a seguir a Dios- comenta y sonríe, honestamente, sonríe como llena de esperanzas. 
Magdalena se confiesa admiradora de Jesús. Dice que va a la iglesia de vez en cuando. Incluso asegura que predicará casa por casa y contará su historia para que otras no la repitan. 
-Sé que voy a salir de esto, porque Dios dice que lo que uno confiesa con su boca, eso se hará-
La veo convencida. Termina le entrevista y le deseo suerte, entonces en pleno apretón de manos me dice que no le ponga su nombre. 
-Ya sabes, tengo tres hijas y no quiero que las molesten-. 
-¿Le gustaría algún nombre en particular?- 
-Pónme Magdalena, como María Magdalena, la de la Biblia. Ella era prostituta, pero Dios la salvó, así va a pasar conmigo-
-Bueno, que así sea- contesto-
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