Ella es parte de las 22 personas que se alistan a partir del muelle de Puerto López y que han pagado 25 dólares para, en un tiempo aproximado de 3 horas, completar un tour de avistamiento que incluye una parada para nadar junto a la isla de Salango y otra junto a Punta Piquero, un macizo que simula ser una isla y en la que se posan -solo para descansar- los piqueros patas azules.

La partida. Exactamente 50 minutos después de lo planificado, a las 11h30, la lancha Rosita recibe a los turistas de cinco en cinco. Hay colombianos, franceses, venezolanos, italianos, alemanes y ecuatorianos.

Gonzalo Asunción, el guía, se encarga de repartir los chalecos y dar las primeras explicaciones sobre el avistamiento de las jorobadas, el motivo de su visita -apareamiento y reproducción- y la importancia que tiene para un cantón cuyo 80 % es área protegida, un 10 % área urbana -la única que paga impuestos- y otro 10 % solo es área comunal.

Una mayoría de ojos azules, a tono con un mar algo enojado, atiende las explicaciones como si fuera el primer día de clases.

Noemí Lapie, francesa nacida en Lyon con un escote que atrae miradas, sonríe ante cada palabra porque “me siento feliz de estar en Ecuador; vengo de Argentina, Bolivia y Perú...Me parece fantástico”.

La lancha Rosita aumenta la velocidad y, de rato en rato, se golpea contra el oleaje embravecido, con tanta fuerza que las mujeres gritan, entre risas y al unísono, ¡¡Uy!!.

A medida que se adentra al mar y la playa se desdibuja en lontananza, la expectativa crece por observar el show de las ballenas, que no siempre están de humor para dejarse ver.

La primera. A las 11h59, un minuto antes del mediodía, una mancha color turquesa serpentea a unos 200 metros de distancia: se trata de la primera ballena que ofrece su lomo brilloso y negro a los expectadores. La emoción se apropia de todos de tal manera que se agolpan hacia un costado de la embarcación y esta, peligrosamente, se inclina más de la cuenta.

El guía llama a la calma con un “por favor, ya vamos a ver más ballenas”.

Todos regresan a sus puesto, pero para entonces las miradas se mueven al vaivén de las olas en espera de la mancha turquesa, pero no solo de eso, sino también de un chorro de agua, señal de que las ballenas están a punto de emerger.

Florian Kremm ha llegado desde Colonia, Alemania, solo para ver cuán grandes son y qué tanto se acercan a los ojos de los curiosos.

“Esto es realmente una maravilla”, dice en un perfecto español cuando ve en la superficie marina un equipo simúltaneo de 5 ballenas que avanzan en línea recta delante de la embarcación.

Casi después de una hora, la presencia majestuosa de los animales -que aún deben esperar un mes más para afianzar su reproducción según la explicación del guía turístico- se hace más frecuente ante los turistas que buscan lo imposible: tratar de hacerse un selfie mientras salen.

Pese a la desilusión de lograr el histórico registro, hay gestos de satisfacción acompañados con palabras tales como “qué lindos”, “allá, allá están” o “el próximo año lo repito”.

A las 13h30, aproximadamente, la nave realiza una especie de circunnavegación que permite ver de nuevo la playa de Puerto López; se arrima a la isla de Salango, que tiene paredes enormes a las que sobrevuelan piqueros, fragatas y pelícanos grises, y se detiene para que, el que desee, se zambulla con un equipo de snorquel.

Pocos lo hacen porque el diálogo entre los presentes tiene un tema común: las ballenas jorobadas que han llegado puntuales a su cita con el milagro de la naturaleza del que son parte.