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Portoviejo
Viven atentos a las luces de un semáforo...

Llegaron desde hace seis meses, un mes y hasta un año en busca no de un futuro mejor, sino de un presente para sobrevivir.

Domingo 22 Abril 2018 | 11:00

Todos están de acuerdo en que el sol de allá no es el mismo de acá... Bueno, es el mismo, pero no quema tanto ni los hace sudar “como tapas de olla”.

Llegan, con sus trajes de poco y nada, a las 8 de la mañana hasta la esquina de las avenidas del Ejército y América desde distintos puntos de Portoviejo, porque no viven juntos, sólo trabajan juntos quizá porque esa esquina les ofrece miles de carros por día.
Entre ellos hay exoficiales de Policía, choferes y oficinistas que salieron de Venezuela porque con $ 2,50 por mes -el salario básico- no podían comprar ni un kilo de carne y “porque el presidente Maduro no tiene ganas de irse”. 
Unos se quedaron aquí y otros pusieron la mira en Perú, más al sur, en donde, aseguran, es más fácil hallar trabajo y no se necesitan los 250 dólares para ser legal y obtener una visa que les facilite la vida.
Los que se quedaron se llaman Eduardo, Johelly, Rubén y Juan, todos de Caracas y todos con los mismos sueños: encontrar un mejor trabajo y mandar algo a los que se quedaron allá haciendo filas interminables por un par de huevos o un paquete de jabón.
Por eso, porque quieren reunir algo, están atentos a los semáforos de ambos lados; ni bien uno de ellos se pone en amarillo o rojo, se lanzan con ímpetu en pos de los parabrisas, aunque no estén sucios. 
 
>reacciones. Con un pequeño utensilio y una botella plástica de agua con champú sus brazos se mueven de derecha a izquierda y viceversa hasta dejarlo tan limpio que se pueda notar un lunar en el rostro del chofer. La recompensa suele ser, en el mejor de los casos, de 25 a 5 centavos, una veces, pero otras ni siquiera un gracias. Ni una mirada. Como si con ese trabajo se estuvieran ganando el derecho a estar en el país. 
Otras tantas, un sonoro insulto les recuerda que están en tierra ajena, lejos de todo, que nadie los tenía previsto en esta ciudad a esa ni a ninguna hora, que son casi como invasores. 
Quizás por eso Juan se atreve a decir que él “extraña hasta a los enemigos”, no se diga a la familia, al barrio, a los amigos, a las playas caribeñas, al juego de béisbol y la sazón casera. No, no bastan las arepas de los compatriotas.
“Lo que más duele es no tener a la familia con uno, a mi esposa y mis dos hijos”, comenta Rubén, en cuyos ojos la nostalgia se quedó a vivir a sus anchas.
Pese a esa hostilidad cotidiana que ellos tampoco la tenían en agenda, no tienen otra escapatoria que coincidir todos los días en el mismo lugar y quedarse hasta las 7 de la noche, cuando la suma de todas las monedas, enhorabuena, puede llegar a los $ 15.
A veces no llegan ni a la mitad de eso y es entonces cuando las comidas del día se sintetizan en una sola: un encebollado de por allí cerca. No hay para más. El resto lo compensan con agua, la misma del trabajo, guardada en un bidón.
 
>retirada. Cuando el día se vuelve noche o le quedan pocos minutos de vida se esparcen por la urbe a sus cuarteles de invierno en busca de un sueño reparador. Pero antes hacen cuentas, separan algo para mandar a sus parientes -a veces 5 dólares-, se dejan algo para ellos y se ponen a conversar de la vida y sus encrucijadas implacables.
No tienen televisores -“qué nos vamos a dar esos lujos”- y la mejor manera de suplir esa carencia es contando chistes, anécdotas del diario vivir y plantearse nuevas metas, porque lo último que quieren es seguir allí, aguantando sol, insultos y frustraciones. 
Nunca ninguno de ellos hizo en su país lo que ahora hacen acá, pero el destino tampoco nunca les consultó nada y los puso a cazar las luces de un semáforo indiferente.
Quizás por eso Johelly prefiere hablar sonriendo, como todos ellos, como Eduardo, quien apenas tiene cinco días de llegado, pero guarda una corazonada dentro de sí:  la indiferencia de unos cuantos no puede, nunca, con la solidaridad de otros tantos.
Son casi las doce y el estómago exige que se le preste atención. Un recuento monetario mínimo los lleva a la conclusión de que esta vez hay que almorzar sin egoísmos. Se levantan, pero solo unos cuantos, porque la esquina no puede quedar abandonada sin su “mano de obra” y la clientela puede reaccionar.
Un perro callejero se acurruca a los pies de los que se quedan esperando, los mira como arrepentido, como de reojo, como solo ellos saben hacerlo y recibe a cambio un poco de agua del bidón. 
Ellos, mejor que nadie, saben lo que quema el sol. 
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