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Aún siguen viviendo como si el terremoto hubiera sucedido ayer

A ratos, Marcos Cevallos se aleja de la realidad y habla como si tuviera a su familia intacta: “Michael anda en los 4 años”, dice...

Domingo 18 Marzo 2018 | 10:00

 Así sigue hablando del resto y lo cierto es que ya ninguno de ellos anda en nada porque murieron la noche del 16 de abril del 2016.

Con la seña de los 30 puntos que le cogieron sin anestesia tras caerle una pared, Marcos está convencido de que a nadie le interesa ni su soledad, ni su tristeza, ni cómo pasa la vida. Han sido tantas las ocasiones que se le han acercado con promesas a preguntarle lo uno y lo otro que mejor se guarda bajo llave los reclamos.
“Solo me quedó un hijo y a veces no tengo ni para darle de comer”, murmura como a la espera de que también, a esas palabras, se las lleve el viento caliente que a esas horas recorre Jama de norte a sur. 
Su situación se ha complicado porque no halla trabajo. El pequeño capital de $ 600 que había reunido lo invirtió en su bar la misma noche del sacudón, con lo cual se quedó sin nada. 
Duerme en una carpa en el mismo lugar donde antes estuvo su casa, pero por el calor se la pasa en el portal, viendo cómo enfrenta la que, quizás, sea la última de sus encrucijadas.
“Las tumbas donde está mi familia -tres hijos y su esposa- me las prestaron solo por dos años, que ya se van a cumplir. Tenía una platita reunida para pagarle al maestro, pero el municipio, en vez de donarme el terreno, me lo vendió en casi 180 dólares”, cuenta.
Y ahora no sabe qué hacer. La pierna derecha le sirve para muy poco y su hijo también está enfermo. De tanto llorar tiene los ojos secos. Aprendió a llorar de otra manera.
A ELLA SÍ. Yenny Cevallos tiene fresca la noche aquella en que “la tierra se levantó y me destruyó todas mis cositas”, dice.
Mientras enjuaga una camiseta del Emelec en una tina plástica, indica que le cambió la vida hace seis meses, cuando el Miduvi, en esta ocasión, honró su palabra y le hizo una casa.
Convencida de que hay que estar alerta, asegura que, en cuanto siente un temblor, se refugia en su carpa, la cual ha quedado para esos casos en los que uno sabe qué puede pasar.
“Oiga, es que la tierra sigue temblando, no hay cómo confiarse. Por esas redes sociales dicen que va a volver a haber un terremoto, pero mi Diosito es el único que sabe, él no avisa nada”, comenta la mujer.
Agradecida, solo se queja del mal tiempo, de que no hay pesca y de que “sí que hace calor en estos días”.
A Julio César Barre le han dicho que no hay que perder la esperanza, que ya la ayuda va a llegar, que tenga fe, un poquito más. Eso le vienen diciendo desde ya casi dos años y lo cierto es que de su carpa -“modernizada” con algunas cañas- aún no puede salir.
Junto a cuatro familias más, oriundas de Puerto Nuevo, se instalaron en una cancha de cemento que lo que más tiene es tierra. Asegura que obtienen la energía eléctrica a escondidas y que el agua la compran a tanqueros a un dólar.
SIN RESPUESTA. Luis Gracia, al parecer, quiere formar su propio equipo de fútbol: tiene 11 hijos, con edades separadas por uno o dos años. El último es ‘de seno’.
Sentado en una hamaca de trasmallo, asegura que llegó allí desde la loma -Nuevo Pedernales- donde vivía y donde perdió todo. Desde entonces se ubicó a la entrada del cantón, a un costado del camino, en lo que iba a ser una cárcel.
Aprovechó los pilares y colgó plásticos para guarecerse con su familia. No tiene agua, ni luz y las noches no son para ver las estrellas, sino para matar mosquitos “de 6 a 6”.
Como muchos, se dedica a la pesca, pero por este mes el mar anda como egoísta y es poco lo que se coge, apenas alcanza para comer.
A varios kilómetros de allí, al otro lado de una ciudad transitada por apuradas tricimotos y donde el comercio disipa cualquier ánimo pesimista, la ciudadela Jardín Pedernales, con 300 casas, muestra el anverso de la realidad.
ESPERA. Ángel Cedeño estuvo un año viviendo en una carpa instalada en lo que iba a ser la nueva terminal terrestre, pero que tampoco soportó la embestida telúrica y quedó a medio construir o a medio destruir, según como se vea.
“Nos han dicho que, a partir del próximo mes, vamos a comenzar a pagar las casas, que creo cuestan entre $ 1.000 y $ 1.200, durante tres años”, cuenta Cedeño.
Ellos tienen luz y el agua se las regala el municipio; sin embargo, Froilán Cevallos, aunque no vive allí, asegura que la asignación de casas “ha sido un relajo”.
Según manifiesta, allí habita gente que no fue afectada por el terremoto, extranjeros y hasta gente que tiene más de una casa alquilada. 
BAJO CARPA. En el barrio Pedro Fermín Cevallos, de Bahía, las carpas, en algunos casos, se han vuelto una “extensión” de las casas destruidas. Son, a decir de sus ocupantes, los “dormitorios”.
Una de ellos es Elba Zambrano, quien vive con 5 hijos y un crucifijo enorme al cual encomienda sus pesares desde que el terremoto le cuarteó la vida.
“Por aquí llegaron los del Miduvi y el Municipio. Hicieron un censo, pero no volvieron más. Aún seguimos aquí”, señala. 
Esta queja ya va a cumplir dos años.
Su carpa, armada con zinc, cartón, plástico y cañas, da cabida a seis camas. 
Trastos amontonados revelan que allí la existencia es difícil de sobrellevar, más cuando al cielo se le ocurre llover. El agua se empoza, se filtra y los empuja hacia los costados. Por abajo el problema del agua también es tenaz, porque aunque han hecho un muro de cemento, a veces el nivel del agua lo supera y toca “achicar” con un balde.
En la misma barriada, a Ofelia Chila Cheme, de 82 años y con un derrame cerebral a cuestas, la cuida una hija, Rosa Quijije. “Usted viera, a veces pasan motos a toda velocidad. Nos da miedo algún carro loco que se venga por allí”, expresa. 
Tanto Zambrano como Quijije se quejan de que a muchas personas las reubicaron con casas en Argüello, una zona a la cual, quizá, no deberían envidiar mucho, pues está en una zona de alto riesgo. 
ESTÁN MEJOR. Son pocos los turistas de blonda cabellera y ojos claros que hoy circulan por la parroquia Canoa. El mar sigue allí, igual de azul, pero los tiempos parecen haber cambiado.
Carlos Rangel es uno de los pocos pescadores que puede darse el lujo de ofrecer su producto en la zona en época de vacas flacas.
Él fue uno de los beneficiados con el plan de vivienda San Andrés de Canoa, en donde hay 108 casas, cada una de ellas para cuatro familias. Las carpas quedaron en el recuerdo.
También víctima de la tragedia, pide que les den agua y les pongan al menos dos rompevelocidades. “Aquí hay muchos niños, es peligroso por los carros”, señala Rangel.
Al igual que él, a Gloria Chica se le cayó la casa, no le quedó ni el calendario de ese año que tenía en un clavo en la pared, pero ahora cuenta con una casa.
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