Wright tiene un don poco común en la industria del cine comercial: sabe mezclar, a veces a la perfección, los distintos géneros que se le antojan. Así, sus películas suelen estar llenas de aventuras y acción, de sentido del humor e ingenio, pero también de una franca y hasta cursi sensibilidad que las sube de categoría. Este director sabe que no se dispara por gusto y que al final lo que importa no son los balazos, sino las personas que están detrás de las armas, los personajes por encima incluso de la trama.
Y “El aprendiz del crimen” tiene un sólido personaje principal al centro, un joven que escucha música todo el tiempo para esconder su tinnitus (una enfermedad que le genera un zumbido constante en los oídos) y maneja como un diablo, cualidad que lo ha juntado con una violenta banda de criminales. Aquí hay que decir que además del personaje principal, interpretado por Ansel Elgort, mucho de lo bien que funciona esta película se lo debemos al reparto: Kevin Spacey, Jon Hamm, Jamie Foxx y las encantadoras Eiza González y Lily James.
Otra cosa que hay que agradecer es la cantidad de música incluida en la cinta, que cuenta con una de las mejores bandas sonoras de los últimos años. Y no es sólo la cantidad, sino la calidad y el manejo de las canciones que suenan una después de otra, pues a veces la película se vuelve una especie de musical donde todas las escenas, ya sean de acción o sólo de diálogos, obedecen al ritmo de lo que está escuchando el personaje principal, transformándose en coreografías perfectas: las secuencias de persecución en automóviles, que en otras cintas resultan genéricas y predecibles, aquí son francamente inolvidables.
“El aprendiz del crimen”, ya está dicho, tiene todas las fichas jugando a su favor, tanto como una fina película de acción, violenta y romántica, como la historia de un chico casi autista que no sólo sobrevive a su condición, sino que le saca provecho. Edgar Wright, una vez más, ha hecho de las suyas y lo ha hecho bastante bien: ha combinado los sentimientos con los tiros y los frenazos a raya, porque algunas vidas sólo pueden vivirse a toda velocidad.